Hacer penitencia - Alfa y Omega

Hacer penitencia

Paenitentiam agere (hacer penitencia) es la breve encíclica, de 1 de julio de 1962, con la que Juan XXIII pedía a los fieles penitencia y mortificación voluntaria, para que el Concilio produjera «un reflorecimiento de la vida cristiana»

Papa Juan XXIII
25-I-1959, basílica de San Pablo: Juan XXIII ora, poco antes de anunciar el Vaticano II

Hacer penitencia por nuestros pecados, según la explícita enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, constituye para el hombre pecador el medio de obtener el perdón y de alcanzar la salvación eterna. Es, pues, evidente cuán justificado está el designio de la Iglesia católica, dispensadora de los tesoros de la divina Redención, la cual ha considerado siempre la penitencia como condición indispensable para el perfeccionamiento de la vida de sus hijos. (…)

Todos los cristianos tienen el deber y la necesidad de violentarse a sí mismos, o para rechazar a sus propios enemigos espirituales, o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la gracia perdida. Pues si es cierto que todos aquellos que se han hecho miembros de la Iglesia mediante el Bautismo participan de la belleza que Cristo le ha conferido (…), es verdad también que cuantos han manchado con graves culpas la cándida vestidura bautismal deben temer mucho los castigos de Dios. (…)

La Iglesia ha permanecido siempre santa e inmaculada en sí misma por la fe que la ilumina, por los sacramentos que la santifican, por las leyes que la gobiernan, por los numerosos miembros que la embellecen con el decoro de heroicas virtudes. Pero hay también hijos olvidadizos de su vocación que prostituyen en sí mismos la belleza celestial y no reflejan en sí la divina semblanza de Jesucristo. Pues bien, Nos queremos dirigir a todos, más que palabras de reproche y de amenaza, una paternal exhortación a tener presente esta consoladora enseñanza del Concilio de Trento, eco fidelísimo de la doctrina católica: Revestidos de Cristo en el Bautismo (Ga 3, 27), por medio de él nos convertimos de hecho en una criatura nueva, alcanzando la plena e integral remisión de todos los pecados; a tal novedad e integridad no podemos llegar, sin embargo, por medio del sacramento de la Penitencia sin nuestro gran dolor y fatiga, exigiéndose esto por la justicia divina, de modo que la penitencia ha sido justamente llamada por los Santos Padres una especie de laborioso bautismo. (…)

Ante todo, es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios pecados. (…) Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y las de los demás. (…)

La primera penitencia exterior es aceptar con resignación y confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida, y todo aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. (…) Además, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios también voluntarias mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor. (…) Sírvannos en esto de ejemplo los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en su cuerpo, a menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden. Ante estos campeones de la santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna privación o pena voluntaria por parte también de los fieles que, quizá, tienen tantas culpas que expiar? (…) Pudiendo cada uno de nosotros afirmar con el apóstol san Pablo: Gozo en lo que padezco… y cumplo en lo que falta a los padecimientos de Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia, debemos gozar también nosotros de poder ofrecer a Dios nuestros sufrimientos para la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Nos debemos sentir tanto más alegres y honrados de ser llamados a esta participación redentora de la pobreza humana, muy a menudo desviada de la recta vía de la verdad y de la virtud.

Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos sus seguidores con las palabras: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame, buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna, es preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica. De este modo, todos podrán contribuir, según su estado particular, al mayor éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe conducir precisamente a un reflorecimiento de la vida cristiana.