Dios te habla en el camino de tu vida - Alfa y Omega

Este domingo celebramos el Domingo de la Palabra de Dios, inmersos asimismo en el Año de la Palabra de Dios. El salmo 118 nos dice: «Para mis pies antorcha es tu Palabra, luz en mi sendero». Esto es lo que se nos ofrece: la invitación a que todos los hombres nos situemos en la vida escuchando la Palabra de Dios, que guía nuestros pasos en el camino de la vida como una lámpara. En cualquier situación y frente a las oscuridades, para unos más grandes y para otros menos, es la luz necesaria.

Escuchemos y vivamos de la Palabra de Dios. Nunca separemos Palabra y testimonio. La Palabra requiere el testimonio y al testimonio le da forma la Palabra. De tal manera que un testimonio es auténtico si es fiel a la Palabra. Los que decimos creer en el Señor, tenemos la misión de testimoniar la verdad de Jesucristo, Palabra encarnada. ¡Qué conmovedor es ver que los apóstoles acogieron la Palabra de salvación! Pero es más conmovedor si cabe ver cómo la transmitieron a sus sucesores como la piedra más valiosa o la joya más hermosa. La custodiaron desde el mismo inicio del anuncio del Evangelio en la Iglesia. La guardaron, la amaron, la predicaron y la anunciaron por los confines de la tierra. Después la Iglesia ha seguido anunciando esta Palabra.

Precisamente por ello, os hago una invitación solemne: que améis a la Iglesia, que sigáis a la Iglesia, que nos permite acercarnos a este tesoro y que recibió de Cristo la misión extraordinaria de indicar a todos los hombres el camino en el que encontrar la verdadera felicidad. Como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II, urge «liberar la libertad» (Veritatis splendor, 86). En la vida es importante escuchar a Jesús: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). Así, hace muy pocos días pedía a un grupo de jóvenes que amasen la Palabra de Dios y amasen a la Iglesia, que regala este tesoro que da libertad auténtica.

En este tiempo os invito a tener intimidad con la Palabra de Dios, a saber escuchar la Palabra de Dios. Para ello es necesario que tengáis la Biblia a mano. No es un libro más, es el libro. Nos muestra un camino que seguir. Hace años animaba a las familias a tener en su casa un rincón sencillo en el que estuviesen la Biblia, una imagen o una fotografía de la Virgen María y un crucifijo. Deseo volver a proponeros este lugar identificador de vuestra casa. Animad a vuestros sacerdotes a que bendigan ese lugar que recuerda que sois Iglesia doméstica. Si leemos la Biblia con serenidad, detenimiento y atención, aprenderemos a conocer más y más a Jesucristo. Qué bien nos lo recordaba san Jerónimo cuando nos decía: «El desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo» (cfr. Dei Verbum, 25). En este sentido, el catecismo de la Iglesia católica subraya que «obedecer (ob-audire) en la fe, es someterse libremente a la Palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma» (n. 144).

Hay muchas maneras de adquirir intimidad con la Biblia. Pero hay una vía probada para gustar y profundizar la Palabra de Dios: la lectio divina que en Madrid usamos en el Plan Diocesano Misionero. De la lectio, que consiste en leer y volver a leer un pasaje de la Sagrada Escritura recogiendo los elementos principales, pasamos a la meditatio, que es una parada en la que nos dirigimos a Dios para intentar comprender lo que su Palabra nos dice hoy para la vida. Después viene la oratio, en la que nos entregamos a Dios en un coloquio directo, y al final llega la contemplatio, que ayuda a mantener el corazón atento a la presencia de Cristo. Y todo ello para que nuestra vida desemboque en una manara de vivir y de actuar coherente con la adhesión a Cristo.

Lo importante es que te sientas bienaventurado y escuches y medites siempre la Palabra de Dios. A través de ella has conocido más y más a Jesucristo, tienes propuestas concretas para seguirlo, para vivir con Él, encontrar la vida en Él y no guardarla para ti, sino comunicarla a los demás, a la sociedad y al mundo:

1-. Bienaventurado si llegas a comprender que sin Dios eres pobre. Ten sed y hambre de Dios con toda tu alma, toda tu mente y toda tu voluntad. ¡Qué maravillas suceden el corazón del ser humano cuando nos uno se da cuenta de que nada puede sustituir a Dios!

2-. Bienaventurado quien escucha en su interior la llamada misteriosa de Dios. A pesar del ruido y de la vorágine en la que vives, a través de la Palabra puedes escuchar a Dios en lo más profundo de tu corazón.

3-. Bienaventurado cuando llega el momento en el que tomas conciencia de que la vida es deficitaria y lánguida cuando falta Dios. Es la experiencia de san Agustín, que tan bellamente describe él mismo: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti».

4-. Bienaventurado cuando, escuchando la Palabra de Dios, sientes la abrasadora atracción de Dios. La fe es un camino por el que Dios y el hombre van al encuentro el uno del otro. El primer paso lo da Dios, que cree en el hombre siempre y sin condiciones.

5-. Bienaventurado cuando descubres el camino por el cual te encuentras con Dios. Los hombres llegamos a Dios por diversidad de caminos. A veces este encuentro llega de repente e inesperadamente y en otras se da un largo camino de búsquedas, de dudas y desengaños.

6-. Bienaventurado si te encuentras con Dios y marchas como el apóstol san Pablo compartiendo el milagro que hizo en él. Él entregó a los hombres, por toda la tierra, la Palabra viva, que les habla de la verdad del hombre, de la vida y de Dios.

7-. Bienaventurados si te encuentras con un verdadero creyente que te ofrece con su vida una luz única. Sucede cuando te encuentras con cristianos que ofrecen con su vida estas palabras: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

8-. Bienaventurado si has tenido ese camino natural de llegar a Dios a través de una familia cristiana, naciendo y creciendo como creyente. Es una fe que se ha sabido acoger conscientemente. Al apropiarse de la misma personalmente, se convierte en experiencia propia.