Elogio de la libertad - Alfa y Omega

Elogio de la libertad

Guillermo Vila Ribera
Foto: AFP/Pierre- Philippe Marcou

La libertad es una de esas palabras que usamos sin atender a su significado último; o al menos, al más importante. Si entendemos la libertad como una mera libertad de maniobra estaremos limitando su auténtico alcance, que es el que hace que el hombre llegue a su plenitud. La auténtica libertad es la que permite al ser humano obrar el bien. Pero para entender esto hay que aceptar primero que el ser está por encima del hacer. Y no todo el mundo está dispuesto a sumarse a esta premisa filosófica.

El vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias, dijo la semana pasada lo siguiente en la tribuna del Congreso de los Diputados: «El próximo Gobierno va a defender las condiciones materiales de la libertad». Y añadió: «Porque no hay libertad si no se llega a fin de mes, si no hay un sistema sanitario público que asegure a los mejores profesionales sanitarios que a todo el mundo se le va a atender independientemente del barrio en que haya nacido; porque no hay libertad sin una escuela pública, sin una universidad pública que asegure que todo el mundo puede estudiar independientemente del barrio en que haya nacido». Y las bancadas de la izquierda aplaudieron rabiosamente. Y lo de la rabia es literal, ya que, como en alguna ocasión ha defendido el entorno cultural del nuevo vicepresidente, su objetivo es que el miedo cambie de bando. Claro que solo se puede sostener tal cosa desde el viejo esquema de la lucha de clases, que antes era económica y ahora es, además, de género.

Esa forma de entender la vida en sociedad es necesariamente materialista y sitúa al Gobierno como garante de eso que Iglesias llama «las condiciones materiales de la libertad». Es decir, que la libertad que el hombre, en la antropología cristiana, tiene de suya por el mero hecho de ser hombre, es en realidad una fábula, ya que solo el Estado, aplicando una serie de políticas intervencionistas, puede darle a la persona ese preciado bien. Y, como consecuencia, el ser humano pasa a ser necesariamente dependiente de ese Estado, ya que, sin él, sin sus políticas concretas, no puede existir plenamente.

Ese es el gran peligro de las políticas que vienen, no tanto que sean buenas o malas, sino que pretenderán invadir esferas de nuestra vida que les deberían estar vetadas, empezando por la mesilla de noche. Por eso, a los garantes de este superestado, les asusta la institución familiar, que es ese espacio de transmisión de principios donde el hombre aprende a ser. Ha dejado escrito López Quintás cómo el manipulador «halaga las tendencias innatas de las gentes y se esfuerza en cegar su sentido crítico». Nos prometen la libertad y, como cegados por el peso emotivo y polarizante de esa palabra, seguimos a quien nos la ofrece, aunque lleve una flauta y nos convierta en ratas. Pero la libertad es nuestra, es un regalo, «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». Y esos, afortunadamente, no se toman por asalto.