«Lo he visto y he dado testimonio» - Alfa y Omega

«Lo he visto y he dado testimonio»

II Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
‘Este es el Cordero de Dios’. Mosaico en la iglesia del Sagrado Corazón de Cholet (Francia). Foto: María Pazos Carretero

Durante el tiempo de Navidad, ya concluido, las lecturas de la celebración eucarística se han tomado principalmente del cuarto evangelista. Nadie como san Juan resume con tanta claridad lo que hemos conmemorado durante las pascuas ya pasadas. La conclusión del Evangelio de este domingo vuelve a recordar la razón por la cual el discípulo amado se siente con autoridad para plasmar por escrito lo que afirma. «Yo lo he visto» es fundamental para comprender la revelación de Dios como un acontecimiento no solo real e histórico, sino también como algo de lo cual se puede dar testimonio, puesto que ha sido realizado a los ojos de todos. El carácter público de la manifestación de Dios ha influido en gran medida en el modo con el cual la Iglesia desde el primer momento desarrolló su misión. Con las naturales precauciones de los momentos de persecución, siempre se ha huido de un anuncio de Jesucristo llevado a cabo de modo secreto, oculto o únicamente destinado a una élite o a un conjunto de privilegiados. El carácter universal de la revelación es, por lo tanto, indudable, como escucharemos este domingo.

El que quita el pecado del mundo

El pasaje evangélico se encuadra entre el prólogo de san Juan, escuchado varias veces durante la Navidad, y el primero de los signos-milagros de Jesús narrados por este evangelista. Nos encontramos frente a un texto con la función de ser un puente entre el anuncio de la realidad de que el Verbo se ha hecho carne (texto que volvemos a escuchar en el versículo del Aleluya) y el comienzo de la misión pública del Señor.

Suele ser habitual representar a Juan Bautista precisamente como aquí aparece: señalando a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Para comprender el significado de Jesucristo como cordero tenemos que acudir al elemento sacrificial por excelencia para los judíos. La primera escena bíblica relevante del cordero la encontramos en los orígenes, cuando Abrahán, dispuesto a sacrificar a su hijo, inmola en su lugar un carnero, anticipo del único sacrificio realmente válido en Jesucristo. Pero será el cordero pascual, asociado a la liberación del pueblo israelita de Egipto, el que con mayor fuerza se vincule con Jesucristo, definitivo salvador del pecado y de la muerte. Con todo, no sería completa la comprensión de Cristo como cordero sin aludir al concepto de siervo, presente en la primera lectura de este domingo. Aunque el profeta Isaías designa como siervo a Israel, esta idea será aplicada a Jesucristo. Este es el sentido de las expresiones «por medio de ti me glorificaré» o «te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra». Estamos ante un conjunto de locuciones que retoman las fiestas que hemos estado celebrando hace pocos días: la manifestación de la gloria de Dios, tanto al pueblo elegido como a todas las naciones, a todos «los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo», como recuerda san Pablo, defensor acérrimo de la propagación de la fe a todos los pueblos.

Bautizar con Espíritu Santo

El Evangelio indica un signo de reconocimiento de Jesucristo: el Espíritu que baja del cielo como una paloma y se posa sobre Él. El carácter sacrificial de la imagen del Señor como cordero y como siervo no se acaba únicamente con su inmolación en la cruz. El Cordero es destinado por el Espíritu a quitar el pecado del mundo. Precisamente, gracias a la eficacia del definitivo sacrificio pascual de Cristo en la cruz, los cristianos, de ahora en adelante, recibiremos un Bautismo que no solo tiene un valor de purificación y de penitencia, como el que realizaba el Bautista. Jesús será quien bautizará ahora con Espíritu Santo. Para nosotros eso implicará algo que sobrepasa un simple lavado de nuestras culpas; significará que somos hechos hijos adoptivos del Padre gracias a que se nos asocia a su Hijo único Jesucristo.

En este domingo, en el que escuchamos la Palabra de Dios por boca de algunos de los testigos más señalados de Cristo –Juan Bautista, Juan Evangelista, Isaías o Pablo–, se nos anima, en definitiva, a proseguir la cadena de testimonios que aseguran que Jesucristo es quien nos libera del pecado y nos incorpora a su propia vida de íntima unión con el Padre.

Evangelio / Juan 1, 29-34

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».

Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».