Mafalda de Italia, la princesa que murió en Buchenwald - Alfa y Omega

Mafalda de Italia, la princesa que murió en Buchenwald

El 28 de agosto de 1944, hace 75 años, la princesa Mafalda de Italia, segunda hija de los reyes Víctor Manuel III y Elena de Italia, sucumbía en el campo de concentración de Buchenwald a consecuencia de las heridas sufridas durante un bombardeo aliado. Era la culminación trágica de una trampa que Hitler había empezado a tender mucho antes

José María Ballester Esquivias
Malfada de Saboya y Felipe de Hesse-Kassel, el día de su boda. Foto: Mondadori Publishers

El castillo de Racconiggi, sito en la provincia de Piamonte y uno de los de mayor significación histórica para la dinastía Saboya, fue el escenario elegido por la princesa Mafalda (1902-1944), hija de los reyes de Italia, para contraer matrimonio, el 23 de septiembre de 1925, con el príncipe Felipe de Hesse-Kassel (1896-1980), heredero de una dinastía real alemana derrocada en 1918. Se habían conocido en Roma, donde el príncipe, de hondas inquietudes artísticas, había viajado para descubrir su riqueza artística. Las nupcias revestían un doble interés: por unir a dos jóvenes de países que lucharon en bandos distintos en una Primera Guerra Mundial cuyos rescoldos persistían, y por la pertenencia de los contrayentes a confesiones distintas. Este último asunto no es baladí, pues el conflicto bélico había mejorado las relaciones entre la Santa Sede y el Reino de Italia, inexistentes desde 1870, difuminando, de paso, el pertinaz anticlericalismo de los Saboya. Esa es la razón por la cual Víctor Manuel III impuso que el matrimonio se celebrase por el rito católico, lo que disuadió a los padres del novio de viajar a Italia para asistir a las ceremonias (en la civil, Benito Mussolini, a la sazón primer ministro, ostentó la representación del Estado). El rey, en cambio, tuvo que aceptar que los cuatro hijos de la pareja –Mauricio, Enrique, Odón e Isabel– fuesen educados en la fe luterana; lo cual no fue óbice para que Mafalda profesase siempre un sólido catolicismo.

Estas diferencias apenas incidieron en los primeros años de un matrimonio, cuya existencia despreocupada transcurría entre la Villa Polissena de Roma –así llamada en memoria de una antepasada común de ambos– y las extensas posesiones de los Hesse-Kassel en Alemania, pues la pérdida del trono no supuso la del patrimonio. La política tampoco tenía consecuencias: la princesa Mafalda, plenamente involucrada en la educación de su prole, en sus intereses artísticos y en diversos compromisos caritativos –de modo especial en hospitales católicos de Roma– vivía ajena a la peligrosa convivencia de su padre con el fascismo, causa principal de la caída de la monarquía italiana en 1946. Todo cambió con la expansión y posterior advenimiento del nazismo. La que terminaría siendo una ideología mortífera ejerció desde muy pronto una fascinación sobre buena parte de los herederos de las antiguas casas reinantes, aún humillados por la derrota de 1918, que vieron en Adolf Hitler a un personaje capaz de devolver grandeza a Alemania, tarea que la República de Weimar –que a punto estuvo de expropiar a esos mismos príncipes– no supo encarar. Los nazis apreciaron esta colaboración de ilustres linajes, una útil palanca para suavizar su imagen.

Felipe de Hesse fue de los primeros en prestarse al juego. Su adhesión al partido nazi está fechada en 1930, tres años antes de que Hitler alcanzase la cancillería. El führer apenas tardó seis meses en agradecer el compromiso, nombrando al príncipe gobernador de la provincia de Hesse-Nassau, que abarcaba el grueso de los territorios cuyos destinos habían regido sus antepasados. Según Cristina Siccardi, biógrafa de la princesa Mafalda, el príncipe solo aceptó el cargo tras el tercer ofrecimiento. Sea como fuere, se iniciaba una nueva etapa para el matrimonio, que sería el lento principio del fin de su hasta entonces tranquila existencia. Mafalda amplió sus estancias en Alemania para hacer las veces de primera dama de Hesse-Nassau. Su estatus de princesa la convirtió, muy a su pesar, en una figura de la vida mundana del nazismo, teniendo que aparecer junto a Hitler en más de un acto y no quedándole más remedio, por ejemplo, que asistir en primera fila a ese acto social desmesurado que fue la boda de Hermann Göring. En el plano político, la paulatina consolidación de relaciones entre la Alemania nazi y la Italia fascista aumentó el protagonismo –estrictamente formal– del príncipe Felipe: sin ir más lejos, Hitler le ordenó que informase personalmente a Benito Mussolini de la anexión de Austria.

Monumento situado en Como (Italia) dedicado a Malfada de Saboya y a todas las mujeres desaparecidas en los campos de concentración. Foto: Alan Denny

Una trampa política

El episodio fue uno de los detonantes de una Segunda Guerra Mundial que Mafalda vivió con inquietud, pero sin sobresaltos, hasta que en 1941 fue involucrada en una operación rocambolesca. Su padre, para dividir a una Yugoslavia cada vez más comunista, presionó a Mussolini –que aceptó a regañadientes– para que explorase la posibilidad de restaurar la dinastía montenegrina, de la que procedía la reina Elena. Mafalda fue designada para intentar convencer a su primo Miguel de Montenegro, rehén de los nazis en Fráncfort, para que aceptase la propuesta. La misión de la princesa –vigilada en permanencia por la Gestapo– fracasó, lo que levantó sospechas entre los alemanes sobre sus verdaderas intenciones. ¿Participaba la princesa, consciente o inconscientemente, en una trampa política? «Era ante todo una cristiana convencida incapaz de odiar a nadie», comentó su marido años más tarde. Lo cierto es que, desde ese momento, los nazis la señalaron. «Mafalda de Saboya, animal intrigante», escribió Joseph Goebbels en sus diarios.

Unas sospechas que también se fueron extendiendo al príncipe Felipe. Hitler le reprochaba haber pergeñado con su suegro la caída de Mussolini y terminó expulsándole de su cuartel general tras haberle obligado a permanecer a su vera. Ordenó asimismo su detención. Era 1943, año en el que el trágico destino quedó definitivamente sellado. El hecho que precipitó los acontecimientos fue la sospechosa muerte, a finales de agosto y tras una tensa discusión con Hitler, del cuñado de la princesa, el rey Boris III de Bulgaria, marido de su hermana Giovanna. Mafalda, sin dudar un instante, decidió viajar a Sofía para acompañar a su hermana en las exequias, permaneciendo en la capital búlgara hasta el 8 de septiembre. Ese día Italia, ya sin Mussolini, anunció el armisticio con los aliados. La consecuencia inmediata fue la invasión de la península por Alemania. Por el norte, obviamente, lo que entorpecía el regreso a Italia de Mafalda, que cogió el tren hasta Budapest, desde donde un avión militar italiano la trasladó hacia Pescara; pero no hacia Bari, como estaba previsto. Primer error.

El segundo fue el empeño de la princesa de querer ir a toda costa a la Roma ocupada –de la que había huido la familia real– para reunirse con sus tres hijos menores, que estaban a salvo en el Vaticano, alojados por monseñor Montini en su apartamento. Precisamente, cuando la tarde del 21 de septiembre Mafalda acudió a ver a sus hijos, el futuro Pablo VI le ofreció quedarse. Por su seguridad personal. Declinó la oferta y volvió a Villa Polissena. Tercer y fatídico error. Al día siguiente, recibió un aviso de la embajada alemana: su marido quería comunicarse telefónicamente con ella. Nada más llegar al lugar, la detuvieron y la metieron en un coche en dirección del aeropuerto. De allí fue trasladada a Alemania, primero a un centro de internamiento y después al Buchenwald, donde, en honor a su rango, fue destinada a unos barracones más cómodos espaciosos.

A pesar de este privilegio, durante varios meses la princesa, en clara actitud de abnegación cristiana –Siccardi lo documenta detalladamente–, ayudó sin límites al prójimo –a muchos prójimos–, haciendo efectiva la premisa según la cual el linaje impone, ante todo, deberes. El 24 de agosto de 1944, fue alcanzada por un bombardeo aliado, resultando herida, pero no de gravedad. Según el testimonio de Fausto Pecorari, futuro dirigente de la Acción Católica italiana que compartió con ella la dureza del campo, la princesa pudo ser salvada de haber sido atendida más pronto. ¿Olvido voluntario? Hasta la fecha no se ha sabido. Tras cuatro días de agonía vivida con heroicidad, la princesa entregó su alma a Dios el 28 de agosto.

Puccini le dedicó Turandot

Cuenta Cristina Siccardi que Mafalda, melómana confesa, pudo conocer a su ídolo Giacomo Puccini a finales del verano 1922. El compositor y la princesa entablaron una conversación que culminó en un paseo en barca, al final del cual Puccini, ya enfermo, formuló a la segundogénita una petición: si podía dedicarle su futura ópera –sería la última–, que se llamaría Turandot. Mafalda, emocionada, aceptó inmediatamente.