Así se hizo católica Victoria Eugenia - Alfa y Omega

Así se hizo católica Victoria Eugenia

Mucho se ha dicho y escrito sobre el matrimonio de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Faltaban, sin embargo, aspectos importantes sobre el proceso de conversión de la princesa británica. El último libro del historiador Ricardo Mateos colma las lagunas y hace importantes revelaciones acerca de la sinceridad de un cambio de fe impuesto por razones políticas

José María Ballester Esquivias
Alfonso XIII, rey de España, junto a su prometida, Victoria Eugenia de Battenberg. Foto: Korpa SFGP

«Yo, Victoria Eugenia de Battenberg, teniendo delante de mis ojos los santos Evangelios, que con mi mano toco, y reconociendo que nadie puede salvarse sin la fe que la santa Iglesia, católica, apostólica y romana mantiene, cree y enseña, contra la cual yo siento grandemente haber faltado, en atención a que he sostenido y creído doctrinas contrarias a sus enseñanzas…». Así empezaba la fórmula mediante la cual la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg, Ena, abjuró de la fe anglicana en la que había sido bautizada para así poder contraer matrimonio con el rey Alfonso XIII, del que se había enamorado perdidamente a raíz del viaje del monarca a Londres en 1905.

Esta entrada en la Iglesia católica fue la culminación de un enrevesado proceso –diplomático y religioso– cuyo objetivo inicial era el matrimonio del rey de España con la princesa Patricia, prima hermana de Ena –ambas eran nietas de la reina Victoria– e hija del príncipe Arturo de Gran Bretaña y de rango dinástico superior, al ostentar el rango de alteza real frente al de alteza serenísima de Ena. Los Battenberg era una rama morganática de la casa de Hesse, si bien había logrado retornar al corazón de la realeza europea con un par de matrimonios de postín, entre los cuales figuraba el del padre de Victoria Eugenia, Enrique, con la princesa Beatriz de Gran Bretaña. Pero en la corte de Londres apenas alcanzaban relevancia.

De ahí que el nombre de Ena no apareciese entre los objetivos fijados por el Gobierno español al preparar el viaje de Estado de Alfonso XIII a Gran Bretaña. Sin embargo, una vez que el monarca pisó Londres, las circunstancias cambiaron rápidamente: la princesa Patricia marcó de inmediato distancias con el soberano español y Ena fue invitada a los principales banquetes. El rey apenas tardó en dirigir sus miradas hacia ella, que le correspondió. El idilio ya era imparable, pero al no tratarse de una unión entre personas de a pie, planteaba una serie de cuestiones, siendo la religiosa la más acuciante. Cabe resaltar que la oposición a las nupcias fue mucho más firme en la –entonces– muy anglicana Gran Bretaña que en la –entonces– muy católica España, cuyo único temor real en relación con la fe de la novia era una hipotética campaña impulsada por un carlismo que perdía paulatinamente fuelle.

No ocurría lo mismo en el país que entonces era la primera potencia mundial gracias a su imperio. En primer lugar estaba la Iglesia anglicana, muy celosa de su posición de confesión de Estado, que asociaba al poderío político británico. Asimismo, como señala Ricardo Mateos en Alfonso y Ena, la boda del siglo, a la mayor parte de las viejas damas de la familia real les generaba espanto la idea de un matrimonio católico. Fue la habilidad del rey Eduardo VII la que auspició el desenlace. En el plano político-religioso, el hijo y sucesor de la reina Victoria supo vencer las reticencias tanto del arzobispo de Canterbury, Randall Davidson –que trasladaba la preocupación de un sector importante de su clero– como de buena parte del establishment, que interpretaba una conversión de Ena como una claudicación ante una potencia –España– muy inferior. La vertiente dinástica del caso se resolvió gracias a la buena disposición de la interesada, que no consideró un impedimento abrazar una nueva fe, y también la de la princesa Beatriz que, como revela Mateos, era la royal británica menos hostil al catolicismo. Desde el punto de vista legal el caso se resolvió aprovechando una grieta en la estricta Ley de Matrimonios Reales de 1772, que no se aplicó a Ena al ser hija del matrimonio en el que uno de los cónyuges –su padre– era un príncipe nacido extranjero.

Eduardo VII también acertó al exigir que la conversión no tuviese lugar en suelo británico ni en Roma, y en la elección de la persona que iba a dirigir el proceso: monseñor Richard Brindle, obispo católico de Nottingham, antiguo capellán castrense, que congenió con Ena desde el primer momento y que a través de una serie de encuentros –celebrados, por prudencia, en Francia– constató la diligencia de Ena para incorporar la doctrina católica, que además manifestó expresamente –detalle crucial– su voluntad de que su llegada al catolicismo fuese pública. De esta forma, se cumplió también la recomendación de san Pío X, que abogaba prudentemente por una conversión rápida antes del matrimonio. Esta se verificó el 7 de marzo de 1906 en el palacio donostiarra de San Sebastián. Allí, tras pronunciar la neófita la fórmula, fue bautizada sub conditione antes de que Brindle la absolviera de la excomunión.

Una confesión

Una de las aportaciones novedosas del libro de Ricardo Mateos es la publicación una carta de Ena a su entonces novio, el rey, en la que le dice no temer el sacramento de la Confesión, «pues con 18 años no he tenido aún tiempo de cometer crímenes terribles».