El Instituto Nacional de Estadística (INE) ha anunciado recientemente que rastreará los móviles de todos los españoles, durante varios períodos de ocho días, con fines de estudio de nuestros hábitos de desplazamiento. Se supone que los datos cedidos por las compañías telefónicas han sido previamente anonimizados.
La noticia no debería sorprender: esto mismo hacen las empresas especializadas en el tratamiento de nuestra huella digital. La información se utiliza, por ejemplo, para acciones publicitarias cada vez más orientadas y personalizadas; para el scoringautomático del crédito bancario; para una tarificación aseguradora basada en una evaluación precisa del riesgo de siniestro; para la prevención de catástrofes, el estudio del cambio climático, o el diagnóstico de enfermedades.
El rastreo sistemático, ya sea con objetivos estadísticos o con fines comerciales, está estrictamente regulado. Pero no deja de crear estupor en la opinión pública. Falta información sobre unas prácticas ya muy extendidas y sobre su finalidad.
¿Una evolución imparable?
La cuestión de la gobernanza del cambio tecnológico va más allá del tratamiento de los datos. La transformación es digital, biológica, robótica, nanotecnológica… Todas las revoluciones industriales han sido disruptivas, desde el telar mecánico hasta el internet de las cosas. Pero la aceleración actual es mayor y los efectos probablemente más profundos que en épocas anteriores: el cambio tecnológico afecta ahora directamente a la identidad humana. A los datos objetivos del registro civil se sustituye una identidad que se nos atribuye, reconstruida a partir de la huella de nuestras preferencias y nuestros desplazamientos. La conexión permanente e impersonal, las máquinas que aprenden, la incorporación de elementos protésicos cada vez más potentes en el cuerpo humano, todo ello hace que la cuestión de fondo sea, no ya qué vamos a hacer, sino ¿qué vamos a ser?
Como cualquier actividad humana, la tecnología no tiene por qué ser imparable. Pero hoy todo parece llevar a maximizar lo tecnológico: si algo es técnicamente posible, hay que hacerlo. Por ejemplo, se da por supuesto que la tecnología tenderá siempre a sustituir el trabajo humano por máquinas, en lugar de reforzar el trabajo haciéndolo más productivo. Esta tendencia unilateral se ve favorecida por unas estructuras de incentivos económicos que alivian el coste del capital y, en cambio, agravan el del trabajo con pesadas cargas fiscales.
No tendría sentido frenar los beneficios actuales y potenciales de los descubrimientos y sus aplicaciones. Más que de una moratoria, se trata de fomentar un ejercicio de discernimiento, hoy todavía balbuceante e insuficiente, que incorpore las dimensiones sociales y de sostenibilidad de cualquier decisión tecnológica. El debate se refiere al uso del instrumento, más que al instrumento en sí.
Los obstáculos delinean el horizonte del bien común
El discernimiento supone volver a centrar un concepto ahora arrinconado, el del bien común, anclado en la tradición cristiana.
No es fácil definir el bien común en términos prácticos. En una época de cambio tan rápido e imprevisible, el bien común tiene que ser abierto, evolutivo, inspirado en un humanismo que beba de las fuentes antiguas, pero formulado en los términos de hoy. Se enfrenta con obstáculos que ayudan a definir el concepto.
Hay una desigualdad tecnológica: la brecha digital es geográfica pero también generacional, hasta dentro de cada familia. La digitalización puede ser un instrumento potente de inclusión –por ejemplo, en el acceso a los servicios financieros– pero también puede agravar tendencias de segregación social preexistentes.
Como consecuencia de la robotización, la desigualdad aumenta entre puestos cualificados y trabajos sin especialización. Desaparecen puestos de trabajo y nacen otros. Nos enfrentamos a un problema de educación inadecuada y falta un acompañamiento flexible para el cambio.
La digitalización permite en teoría un grado intenso de revitalización política, donde la expresión de opiniones desemboca casi directamente en el activismo. Desgraciadamente, la misma facilidad de comunicación lleva a una caricatura de participación y a comportamientos invadidos por la emotividad que es necesario desenmascarar.
Las estructuras estatales no son suficientes. Hace falta acción en los niveles más cercanos a la colectividad y, al mismo tiempo, se requiere una autoridad supranacional en construcción. Esto es patente, por ejemplo, en la iniciativa de las empresas multinacionales, cuando adoptan los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU como referencia estratégica.
Y lo más importante: el bien común no se satisface con la visión utilitarista del mayor bienestar para el mayor número. Requiere una atención a todos y no descartar a nadie, un nivel mínimo de participación de todos en la colectividad.
El bien común se puede definir como una línea de horizonte, una tendencia, una aspiración que se nutre de un debate verdadero e inspira las decisiones tecnológicas.
Domingo Sugranyes Bickel es director del seminario La huella digital: ¿servidumbre o servicio? de la Fundación Pablo VI