19 de diciembre: Agustín Nguyen Van Moi, el catequista nativo que besó el crucifijo en lugar de pisarlo para salvar su vida
Los misioneros europeos contaban con los laicos para difundir la fe entre los habitantes de Vietnam. Uno de estos fue un sencillo campesino que no renunció a evangelizar ni siquiera a las puertas de la muerte
Entre los meses de noviembre y diciembre la Iglesia recuerda a 117 fieles mártires que dieron la vida en Vietnam. Entre ellos había obispos, presbíteros y religiosos, además de muchos laicos de ambos sexos, de toda condición y edad; unos pocos eran europeos —algunos españoles—, pero la gran mayoría eran hombres y mujeres sencillos en los que la fe arraigó con fuerza gracias al fervor de los misioneros.
Uno de ellos era Agustín Nguyen Van Moi. Nació en 1806 en una aldea llamada Bo Trang, en el delta del río Rojo, al norte del país. Era un sencillo campesino al que no cuesta imaginar en el campo sembrando y cultivando arroz. En su juventud se trasladó más al sur, a un pueblo conocido como Duc Trai, donde la fe cristiana ya había llegado gracias a los dominicos. Allí se entusiasmó con el Dios de los cristianos y no tardó en recibir el Bautismo cuando contaba con 31 años. Más tarde se hizo él mismo catequista para llevar el fuego a otros.
- 1533: un europeo llega por primera vez a Vietnam para evangelizar.
- 1550: los dominicos comienzan su misión en el país.
- 1625: primer edicto real que prohibe llevar la cruz en público.
- 1820: sube al poder el emperador Minh Mang
- 1839: asesinato de Agustín y del padre Nguyen Van Tu.
- 1988: el Papa Juan Pablo II canoniza a los primeros mártires de Vietnam.
«En medio de sus dificultades, los frailes erigieron una vida al estilo de la primera comunidad cristiana, celebrando y formando a los que iban a ser sus catequistas. Con sus palabras y su vida caminarían juntos al martirio», dice el dominico Pedro Juan Alonso, vicario en España de la provincia Nuestra Señora del Rosario.
Además de su labor catequética entre las aldeas de la zona, Agustín solicitó unirse a la tercera orden de los dominicos. Trabajaba mano a mano con el padre Nguyen Van Tu, repartiéndose las labores de evangelización en un contexto social que no lo hacía fácil: desde que misioneros españoles y portugueses recalaran en las costas de lo que entonces se llamaba la Conchinchina en el siglo XVI, nunca dejó de cernirse sobre los fieles la amenaza de la persecución.
Los distintos emperadores de Vietnam siempre vieron en la nueva fe extranjera una amenaza a su poder sobre sus súbditos. Uno de los más combatientes fue Minh Mang, el monarca que rigió el destino del país entre 1820 y 1841. Reticente a la influencia política francesa en la zona, vio en el confucionismo el arma de cohesión de todos los habitantes de sus dominios. Por ello, en 1833 ordenó una dura represión que acabó con la vida de varios misioneros extranjeros y de innumerables fieles nativos.
Una Iglesia de catacumbas
En primer lugar, prohibió toda actividad de evangelización y luego obligó a los cristianos a abjurar de su fe de manera pública. Ello llevó a una Iglesia de catacumbas en la que «la preocupación de los misioneros era vivir al estilo evangélico con los cristianos», afirma Alonso. «Convivían en casas humildes y pobres, y las capillas estaban dentro de ellas. Rezaban juntos y compartían todo, ayudándose y sirviéndose mutuamente. Los laicos escondían a los sacerdotes y cuidaban de ellos. Sufrían mucho para no revelar su paradero a las autoridades», añade.
En la zona donde vivían Agustín y el padre Tu se sabía que había un sacerdote escondido y las autoridades lo buscaron durante semanas. No lograron encontrarlo hasta el 29 de junio de 1838, cuando el religioso fue arrestado en Duc Trai.
En la redada también resultó capturado Agustín. Los soldados tenían un método para saber quién era cristiano y quién no: colocaban un crucifijo en el suelo y conminaban a pisarlo; el que se negaba sin duda era un adepto de la religión prohibida. Pero cuando pusieron la cruz ante Agustín, este no solo se negó a ultrajarla, sino que se agachó con suma reverencia y levantándola le llevó a sus labios para besarla. «Señor mío, por favor, sálvame; en tus manos encomiendo mi alma y mi cuerpo», musitó.
El catequista fue arrestado junto al dominico, pero ambos continuaron su labor de evangelización entre rejas. A finales de junio los sentenciaron a 150 azotes y a ser desterrados a perpetuidad. Pero cuando después de ello iban a ser liberados, el rey Minh Mang ordenó no soltarlos hasta haber abjurado de su fe. Ninguno lo hizo y por eso fueron condenados a muerte y estrangulados a mediados de diciembre de 1839. «Hoy las circunstancias no han cambiado mucho en el mundo —señala Pedro Juan Alonso—. Por eso apremia formar comunidades para vivir en minoría la verdad del Evangelio».