Cuando Hanna Arendt acuñó el concepto de banalidad del mal dejó perplejo a medio mundo. Mientras cubría el juicio al nazi Adolf Eichmann, se dio cuenta de que los actos de este hombre no eran los de un ser intrínsecamente orientado al mal, sino los de un burócrata que cumplía órdenes. Eichmann se sometió a la voluntad de un superior, fue algo así como un eslabón de la cadena que desató el infierno.
Muchos años después, en el guion de la película RED 2, nos encontramos con un diálogo arendtiano entre los personajes que interpretan Bruce Willis y Catherine Zeta Jones, el uno espía jubilado de la CIA, la otra del contraespionaje ruso. «Los sentimientos importan tan poco como el bien y el mal; las órdenes cuentan», dice ella, fría, antes de dejar noqueado a su contrario.
Y, ahora, miremos a la foto que acompaña esta columna. El fuego representa la destrucción de la ciudad y de la idea sobre la que está construida. Occidente debiera ser un faro de luz para el mundo. Los violentos que destrozan Barcelona no son solo unos delincuentes, son también los destructores de los principios de toda democracia, la verdad y la ley, que protegen la libertad que nos es propia. Por eso, porque no es lo mismo robar un bolso que violentar el orden constitucional, los chicos que se hacen la foto consuman su venganza: se inmortalizan en medio del caos, se sitúan en el centro mismo de su propio escenario, como rebeldes de anuncio. Con su sudadera de 70 euros y su móvil de 1.000, se ponen a hacer la revolución de su tiempo, que es una especie de coreografía del cómo, una suerte de baile de máscaras en busca de la identidad perdida. ¿Quién soy yo?, dices mientras clavas tus megapíxeles en mi mirada gris.
Pero, ¿son conscientes esos muchachos del mal que dejan a sus espaldas? Parecen más bien víctimas de la adrenalina, hijos singulares de un tiempo en crisis constante, que niega la conciencia moral interna y la sustituye por una especie de bien de consenso y centro comercial. Es el like el que dirige sus actos, la necesidad de reconocimiento y la absoluta falta de criterio sobre las consecuencias de sus actos. Ese Me gusta instantáneo, superficial, alienado, parece ser suficiente alimento para llenar un vacío que se antoja inmenso. Es una orden, al fin y al cabo.
Detrás de su selfi, más allá del fuego y de la ira que decoran su foto, está la desgracia de una democracia violentada, la tragedia de un ciudad sin ley, la tristeza de una ciudadanía que no se dirige la palabra. Esa es la verdad que no sale en la foto, la realidad que esconde ese like simplón y peligroso. Ellos no lo saben, pero sus actos forman parte de una cadena más amplia. Y al final, en el juicio de la historia, no serán más que peones, cumplidores de órdenes, esclavos de una foto que nadie revelará.