¡Ábreme!, estoy llamando a tu puerta - Alfa y Omega

He pasado unos días en Lourdes con la peregrinación diocesana con enfermos y personas con discapacidad. Allí la presencia de la Virgen María se percibe de una manera clara. Todo te llama a contemplar a la Virgen María. Y estando allí, entiendes mejor aquel encuentro de Dios con la Virgen en la Anunciación. El Señor se acerca a una mujer excepcional, que tiene las puertas de su vida abiertas plenamente a Dios. Y cuando Él le pide que preste la vida para darle rostro humano, Ella no duda en responder y decirle, «Aquí estoy». En la gruta de Lourdes, siempre me viene a la mente ese momento de la Virgen, porque es también el momento de cada uno de nosotros. El Señor llama, también nos llama.

Mi pregunta a mí mismo y a cada uno de vosotros es esta: ¿tengo las puertas abiertas de mi vida a la llamada que Dios me hace? María, nuestra Madre, nos dice cómo Ella se situó ante Dios. Lo hace asumiendo en la vida cuatro constantes: 1) decide abrir las puertas a lo impenetrable, deja que sea Dios quien entre en su vida; 2) lo hace con una confianza absoluta en Él; 3) en lo profundo de su existencia sabe que vivir desde y con Dios supone dar un salto confiado, y 4) asume el riesgo de dejar entrar a Dios en su vida, de tal modo que ello cambia su ser y hacer. No es extraño que estas constantes en la vida de María fueran antecedidas por las palabras: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

El título que he dado a esta carta que os escribo esta semana, Estoy llamando a tu puerta, no es casual. En este momento, en estas circunstancias, os puedo decir a todos que el Señor está realmente a la puerta, nos está llamando para entrar. Como Él mismo nos ha dicho, somos sus amigos, pero lo somos si hacemos lo que Él nos manda. Hemos de tomar una decisión y hemos de invitar a todos los hombres que nos encontremos. No esperemos más; es necesario que reconozcamos su presencia, que abramos nuestras puertas con alegría, porque desea entrar quien es la alegría de los hombres.

Tenemos necesidad de la presencia del Señor en nuestra vida, en nuestra historia, necesitamos su luz; estamos necesitados de que nos envuelva el amor más grande, que es el amor revelado en Cristo. Pidamos al Señor que venga. ¡Ven, Señor! Es el grito que surge de lo profundo del corazón en tantas circunstancias de nuestra vida; es el anhelo de todo ser humano de que venga el tiempo de Dios al tiempo del hombre.

Pero para que venga ese tiempo es necesario que abramos las puertas de nuestra vida. Él está llamando. Hemos de dejarlo entrar para que los jóvenes puedan experimentar la juventud verdadera y puedan verlo. Que las familias experimenten que esa Iglesia doméstica, en la que todos desean abrir las puertas de su vida a Cristo, tiene tal novedad, hace experimentar tal felicidad a todos los miembros, que todos luchan por guardar su esencia. Y para que los cristianos no tengamos vergüenza de presentarnos como tales discípulos de Cristo, con la coherencia que ello requiere y con la valentía que Él nos da.

Para no tener miedo a abrir las puertas de la existencia, urge velar. Qué estampa más maravillosa la de Jesús con los apóstoles cuando les dice: «Quedaos aquí y velad. Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil». La alerta a la que nos llama el Señor afecta a todas las esferas relacionales de la persona: la relación consigo mismo, con las cosas, con los demás y con Dios. Tenemos que ver lo que realmente le agrada a Dios, para eso abrimos las puertas de nuestra vida a Él. Cuántas tristezas y angustias que matan el corazón de los hombres, que lo llenan de heridas, provienen de la incapacidad de encontrarnos con el Señor, de no tener el atrevimiento de abrirle las puerta. Abre la puerta a Jesucristo, te ayudará a vivir así:

1. No digas nunca: «No tengo tiempo». Esta palabra expresa la neurosis de una sociedad que ignora lo que verdaderamente tiene valor, el sentido que tiene el tiempo, para qué tenemos el tiempo. Abre la puerta que el Señor está llamando, recuperarás el tiempo dedicándole tiempo.

2. Di siempre y anúncialo en voz muy alta: Dios tiene tiempo para el hombre. Tanto tuvo que «no tuvo a menos hacerse hombre y pasar por uno de tantos». ¡Qué maravilla! Dios ofreciéndonos el don de su tiempo, es decir, su modo de ser, su vida, su pasión por el hombre, su deseo de que vivamos como hermanos, dándonos la fuerza para serlo. ¿Sabéis lo que significa vivir con el gozo de que llama a la puerta de nuestra vida? Vivamos expectantes ante esta llamada.

3. Compórtate de una manera singular, la que te enseña Cristo, y vive con su itinerario. ¡Qué bueno es acoger el tiempo de Dios que cambia el tiempo del hombre! ¡Qué grandeza adquiere el ser humano cuando vive amando a Dios y al prójimo como a sí mismo! Qué horizontes alcanza la vida cuando nos dejamos guiar por los signos que el Señor nos ofrece, por los tiempos en los que nos toca vivir, por los momentos en los que la esperanza cristiana nos aborda para eliminar cualquier situación de frustración.