Migrantes, paradigma de nuestro tiempo - Alfa y Omega

Me habían pedido un comentario al apartado que la exhortación apostólica Christus vivit dedica a los emigrantes. En ello estaba cuando se hizo público el Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2019, mensaje que lleva por título: «No se trata sólo de migrantes». Y eso me ha llevado a tomar en consideración exhortación y mensaje. Destinatarios de una y otro somos todos, pero si los leemos en una patera de candidatos al naufragio, en ellos encontramos voces, opiniones, propuestas, convicciones que, habiendo sido expuestas a la atención de todo el pueblo de Dios, lo percibamos o no, tienen resonancias muy especiales para quienes en esa patera reman contra corriente y contra la muerte.

Resonancias impertinentes

Ya sé que esos documentos jamás serán leídos en una patera –sería tan impropio como fumar en la misa–. De ahí lo de «impertinentes», dicho de estas resonancias. Y de ahí también que intentemos hacer la lectura en su espacio habitual: en tierra firme. Aun así, nos encontramos con una paradoja asombrosa: esa lectura solo puede ser significativa para quienes la hagan desde «su pobre barquilla», desde su patera, desde una vida que se haya enfrentado ya a la dura experiencia de la zozobra.

«Vive Cristo, esperanza nuestra»

Son las primeras palabras de nuestra lectura. Consideradas en sí mismas, al margen de circunstancias subjetivas, esas palabras pueden evocar una estrofa que es familiar para quienes cada año celebramos la Eucaristía en la Pascua del Señor: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». Podemos añadir que allí donde la secuencia litúrgica dice de Cristo resucitado «mi esperanza», el saludo apostólico dice «Cristo Jesús, nuestra esperanza». De donde se puede razonablemente deducir que, para los cristianos, Cristo, además de ser el camino por el que vamos, es la meta hacia la que caminamos, es la vida que esperamos alcanzar, es el objeto de nuestra esperanza. Pero algo nos dice que esa esperanza no será posible si el lector, aunque creyente, se hallare «instalado» en el presente, en su bienestar, en su mundo, «en su tierra firme».

No hay lugar para ninguna esperanza tras la engañosa seguridad de nuestros graneros repletos de «bienes para muchos años», tras el egoísta programa del «túmbate, come, bebe y date a la buena vida». No hay lugar para ninguna esperanza tras la engañosa seguridad de nuestros fosos, nuestras concertinas, nuestra tecnología, nuestro bienestar, nuestro dinero. Nada significará el nombre del mesías Jesús para quienes no hayan experimentado la necesidad de ser salvados –de ver, de oír, de caminar, de hablar, de ser sanados… de ser liberados, de saciar el hambre de pan, de justicia, de paz…–.

Y nada sería posible –tampoco hallaríamos lugar para la esperanza– si para nosotros el mesías Jesús fuese sólo una figura del pasado, un recuerdo –todo lo entrañable que se quiera-, una nostalgia –aunque fuese nostalgia de lo más hermoso que se pueda imaginar-, uno más entre los muertos: La esperanza no sería posible si Cristo Jesús no hubiese resucitado. Dicho de otra manera: las palabras del Papa Francisco nada significarán si no las lee un pobre y si ese pobre no las lee con fe. Cuando decimos: «Vive Cristo, esperanza nuestra», no miramos atrás sino adelante; no miramos al pasado sino al futuro; no nos encerramos en lo que el hombre ha conocido de sí mismo –la necesidad, la fragilidad, la muerte-, sino que nos abrimos a lo que hemos creído de Dios.

En la patera de nuestra vida la pobreza es lo evidente. Y, para que Cristo Jesús sea el nombre de nuestra esperanza, sólo necesitamos la ayuda de la fe. «Vive Cristo, esperanza nuestra… Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada uno de los jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo!». No sé cuántos jóvenes cristianos habrán leído en tierra firme esas palabras. No sé qué huella ese pensamiento haya podido dejar en el ánimo de cada uno de ellos. Pero intentaré adivinar lo que las palabras del Papa Francisco podrían significar para cada uno de los 681 migrantes que desaparecieron –perecieron- en el Mediterráneo entre el 1 de enero y el 4 de julio de 2019.

Al margen de la fe, las de la exhortación serían palabras vacías de significado, si no entraban directamente en el género del sarcasmo. Desde la fe, esas palabras se convierten en confesión de una certeza, son afirmación de la vida frente a la amenaza de la muerte, son un grito de victoria frente al poder de los opresores. «¡Él vive y te quiere vivo!»: es una manera de decir que Cristo Jesús está de tu parte y, con Él, tu vida jamás se perderá. «¡Él vive y te quiere vivo!»: Él en tu barca, Él en ti, y tú en Él. Él en tu vida y tú en la suya. Él en tu carne y tú en su espíritu. «Él está en ti, Él está contigo y nunca se va».

Aunque un cristiano mira siempre al futuro como tiempo de realización plena de lo que ahora esperamos, los verbos de nuestra fe se conjugan necesariamente en tiempo presente, pues es ahora cuando somos pobres, es ahora cuando la barquilla amenaza con hundirse, es ahora la hora de Dios en nuestra vida, es ahora cuando la muerte exhibe su brazo y dobla el nuestro.

Para la fe, incluso los verbos de futuro se conjugan en presente: «Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza». Cualquiera entiende que esa letanía de frustraciones que nos hacen viejos aun sin serlo –tristeza, rencores, miedos, dudas, fracasos-, enumera situaciones por las que los emigrantes no pasan una u otra vez sino que parecen instalados en ellas. Alguien habrá de recordar a estos amados de Dios que Cristo vive, y que está siempre con ellos para devolverles la fuerza y la esperanza.

Y eso nadie podrá hacerlo con discursos, fuesen ellos los más hermosos y los más razonados. Eso sólo será posible si Cristo se les hace corporalmente presente en su cuerpo que es la Iglesia, en cada uno de los miembros de ese cuerpo.

¿Qué dice la palabra de Dios sobre los jóvenes?

Espero no traicionar el pensamiento del Papa Francisco al adentrarme en este apartado de su Exhortación. Es evidente la libertad con que en él trata los textos de la Sagrada Escritura que utiliza para la reflexión. Aquí me interesa resaltar lo que el Papa vio en esos textos y compartió con todos en su exhortación. Lo primero que señala es una paradoja: «En una época en que los jóvenes contaban poco» para todos, algunos contaron y mucho para Dios. Y, a seguir, va desgranando nombres de jóvenes y notas que caracterizan la relación de esos jóvenes con Dios.

José: «el más pequeño», a quien «Dios comunicaba cosas grandes» y del que se sirvió para realizarlas.

Gedeón: un elegido del que se resalta la «sinceridad», que no «edulcora la realidad», ni siquiera delante de Dios.

Samuel: un «inseguro», pero que es «llamado» por Dios para que hable en su nombre.

David: aunque «muchacho», es el «elegido» por Aquel que «mira el corazón, no las apariencias».

Salomón: también él «un joven muchacho”»del que se resalta «la audacia».

Jeremías: del que se recuerda su temor, su dificultad para hablar, su excesiva juventud, y que es «llamado por Dios a despertar a su pueblo».

Se recuerda también la fe de la esclava hebrea en Siria, y la generosidad de Rut, así como «su audacia para salir adelante en la vida».

Eso es lo que el Papa Francisco «vio» en los textos del Antiguo Testamento que hablan de jóvenes.

Y esto es lo que yo «veo» –lo que mi mente evoca– cuando leo lo que el Papa dice a los jóvenes:

El mundo de la emigración: el mundo de José.

Un mundo de hombres, mujeres y niños que, sin haber tenido apenas tiempo de vivir, han vivido –han conocido de la vida, han sufrido- mucho más de lo que yo haya podido experimentar en los años que me han traído desde la infancia a la ancianidad.

Dentro de ese mundo, hay una categoría especial de pequeños entre los pequeños; son tantos que hemos sentido la necesidad de darles un nombre, una sigla: los MENA, (Menores Extranjeros No Acompañados).

Ese mundo de los caminos, de las prisiones, de hombres, mujeres y niños seguidos de cerca por la sombra de la muerte, es el mundo de José, un mundo de comprados y vendidos como esclavos, un mundo de hermanos vendidos por sus hermanos, un mundo de desposeídos de todo por el egoísmo, la ambición, la envidia, la fuerza de los poderosos –nosotros-.

Y puedo pensar que precisamente ése es el mundo de los que Dios ha escogido para «salvar mañana de modo admirable nuestras vidas».

En el mundo de la emigración me es asimismo fácil reconocer el mundo de Rut: hombres y mujeres visitados por la adversidad, expertos en penurias, candidatos al hambre, hombres y mujeres en los que, por otra parte, es evidente la audacia para salir adelante en la vida, y la generosidad, que hace de la ayuda a los suyos la meta que acarician en sus sueños todos ellos.

Lo demás, es el mundo de Dios, el de sus manías particulares, siempre empeñado en hacer sus obras ayudándose de los que nadie escogería, de los que no sirven, de los que no cuentan…

En ese «mundo de Dios», a los nombres de Samuel, de David, de Salomón, de Jeremías, será necesario añadir los más familiares de María de Nazaret, Jesús de Nazaret, José de Nazaret, y los de la tropa de pescadores que Jesús escogió para acercar a los pobres el reino de Dios.

Y no creo equivocarme si, como síntesis de este acercamiento a lo que en la Sagrada Escritura se dice de algunos jóvenes, digo que Dios tiene debilidad por esa humanidad pobre –que suele ser también humanidad joven- que se mueve por los caminos de la emigración.

Entendedlo como mejor os parezca: estos chicos –estos últimos entre los últimos– son la debilidad de Dios.

La Iglesia, cuerpo de la esperanza que es Cristo Jesús

El Papa Francisco lo dijo así: «En ella (en la Iglesia) es posible siempre encontrar a Cristo compañero y amigo de los jóvenes». Él se refiere sin duda a la Iglesia-institución. Pero lo que dice de ella no tendría sentido si no se entendiese dicho de personas concretas que la integran. Citando el documento dinal de la XV Asamblea General Ordinaria del sínodo de los Obispos, la exhortación recuerda que «para muchos jóvenes Dios, la religión, la Iglesia son palabras vacías»; mientras que, según se dice en la misma fuente, esos jóvenes serían, «sensibles a la figura de Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz».

Confieso que me desconcierta no poco la lógica que subyace a esa anotación del documento final. Dudo que la supuesta mayor sensibilidad juvenil en relación a la persona de Jesús sea el resultado de una presentación atractiva y eficaz. Y la veo más bien como resultado de un acercamiento a esa figura a través de las páginas del evangelio. Sospecho que los jóvenes ven diferencia y distancia entre el Jesús del evangelio y la idea que de Jesús, de Dios y de la religión ofrecemos sus representantes eclesiásticos. Si fuere así, significaría que la única presentación atractiva y eficaz de la figura de Jesús sería la que, hallándose descrita en el evangelio, se encuentre encarnada en la vida de los que formamos la Iglesia.

Es decir, que la Iglesia, si quiere presentar a Jesús y hacerlo de modo atractivo y eficaz, ha de volver a sumergirse en las aguas de un bautismo purificador, ha de liberarse de multitud de adherencias que la envejecen, que desfiguran en ella el rostro de Cristo, y ha de dejarse ungir por el Espíritu que ungió a Jesús y que, a empujones, lo llevó por los caminos de los pobres hasta los brazos de la cruz. Si no queremos que Dios, la religión, la Iglesia sean palabras vacías, habrá de ser precisamente Jesús quien las llene de sentido.

Es obvio que no puedo hablar como joven; tampoco puedo hacerlo como sociólogo que haya estudiado nada relativo a la religiosidad de los jóvenes; sólo podré hablar como creyente y hacerlo desde mi sola y pobre experiencia existencial:

Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, porque, en Jesús de Nazaret, ese Dios se me hizo creíble.

Creo en la Palabra que estaba junto a Dios, porque en Jesús de Nazaret esa Palabra se me hizo cercana.

Creo en el Espíritu que procede del Padre y del Hijo, porque en Jesús de Nazaret ese Espíritu se me hizo don.

No soy yo –generalizando voy a decir-, no somos nosotros los que, con nuestra sabiduría, hacemos creíble a Dios y razonable la religión: es Jesús de Nazaret –su persona y su vida- el que sostiene –el que apuntala- todo lo que confesamos en el Credo de nuestra fe.

Y eso nos devuelve al lavado purificador –a la conversión-, a la unción con el Espíritu de Cristo Jesús, a la transformación en Cristo Jesús, de modo que, quien busque a Cristo, pueda encontrarlo, compañero y amigo, en nosotros, en su cuerpo que es la Iglesia.

Sólo una Iglesia así, sumergida cada día en las aguas del Espíritu, siempre en camino hacia la perfección del cuerpo de Cristo, en permanente transformación, podrá hacer creíble –tangible– el amor que es Dios.

De esa Iglesia ungida y animada por el Espíritu de Jesús, sólo de ella, se puede decir que es el cuerpo de Cristo Jesús: sólo ella es el cuerpo de la esperanza que es Cristo Jesús.

No tendrá sentido alguno que digamos «Cristo vive» si quienes necesitan de él no lo encuentran –no tropiezan con él, no sienten el calor de su palabra, no sienten la fuerza de su autoridad, no sienten el abrazo de su amor- en su Iglesia.

Y aquí, para dar fe de lo que somos, de la autenticidad de nuestra fe cristiana –y también de la fidelidad a la misión que se nos ha confiado–, no caben más testigos que los pobres.

Es obvio que, al discernir nuestras opciones en relación a los pobres, a los emigrantes, los hijos de la Iglesia hacemos nuestras con toda naturalidad las razones que la sociedad ha hecho suyas para rechazarlos. No digo ya en las conversaciones de salón o en los bares; a propósito de los emigrantes también en los conventos se utilizan los argumentos que la sociedad ha interiorizado a través de los medios de comunicación. Y así, en vez de escuchar la voz del Espíritu, en vez de tomar en serio el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, en vez de razonar como cristianos, razonamos como economistas, como políticos, como sociólogos, como gente práctica, como gente sensata, como gente que ha perdido la fe.

Si los pobres –los emigrantes– no dan fe de que Cristo vive en la Iglesia, nada podrán encontrar en ella tampoco los jóvenes en busca de sentido y de futuro.

Acerca de los jóvenes afectados por las migraciones

En la exhortación hay un pequeño apartado en el que el Papa hace memoria de los muchos jóvenes que se ven «afectados por las migraciones». Bajo el título Los migrantes como paradigma de nuestro tiempo, el Papa recoge algunos textos del Documento Final de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

Migrantes y condición originaria de la fe

Por primera vez desde hace muchos años, me encuentro hablando de emigrantes, y haciéndolo, no desde los caminos de una tragedia, sino desde los párrafos de unos documentos. Entonces he de recordar que migrante no es un concepto sobre el que discurrir sino una carne de la que ocuparnos, por la que preocuparnos, con la que solidarizarnos. El pueblo de los que emigran, esa carne doliente en camino hacia una esperanza, esos hombres y mujeres que buscan oportunidades para ellos y para sus familias, que sueñan con un futuro mejor, y que desean crear las condiciones para que se haga realidad, esa humanidad «nos recuerda la condición originaria de la fe, o sea la de ser forasteros y peregrinos en la tierra».

La peripecia del emigrante es una parábola llena de sugerencias para que nos adentremos en la peripecia humana, espiritual, vocacional, del creyente.

¿En qué se parecen vida cristiana y humanidad migrante?

Podríamos empezar este comentario como empiezan tantas parábolas de Jesús en los evangelios sinópticos. Donde Él dice: «El reino de los cielos se parece a»; nosotros podemos decir: «La vida cristiana se parece a».

La vida cristiana se parece a la humanidad migrante:

Porque los cristianos somos un pueblo «en busca de una ciudad futura».

Porque el hábitat natural de los «que buscan» son los caminos de los pobres, de los sin papeles, de los sin derechos, de los últimos.

Lo que en la Exhortación Apostólica permite relacionar migrantes y creyentes es la condición, común a unos y otros, de «forasteros en la tierra y peregrinos».

La primera carta de Pedro está dirigida «a los emigrantes dispersos por el Ponto, Galacia, Capadocia…»; y, «como a forasteros y emigrantes» que eran, el autor de la carta les recomienda: «Que os mantengáis a distancia de esos bajos deseos que nos hacen la guerra…».

Habrá que hacer, sin embargo, discernimiento del significado que se ha de dar a las palabras «forastero» y «emigrante», pues con la misma naturalidad que, de esos cristianos dispersos, se dice que eran «forasteros y emigrantes», a los cristianos de Éfeso se les dice: «Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad… Así, unos y otros podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios».

Pero asumiendo en toda su verdad ese «ya no sois extranjeros ni forasteros», no podemos olvidar, sin embargo, que todos estamos en camino hacia la consumación de la historia, hacia la manifestación plena del reino de Dios, y que a todos los bautizados en Cristo nos concierne la llamada a «salir a la misión», como Abraham, como María de Nazaret, como Jesús de Nazaret.

Y eso establece entre migrantes y cristianos nuevas y asombrosas semejanzas.

Paradojas del Espíritu: ya no somos extranjeros ni forasteros, pero somos siempre gente del camino, pues somos enviados, pobres a los pobres, para llevarles la buena noticia del reino de Dios.

Migrantes, pero no sólo migrantes

En el mensaje del Papa Francisco, la palabra «migrantes» evoca «conflictos violentos y auténticas guerras, injusticias y discriminaciones, desequilibrios económicos y sociales», de los que «son los pobres y los desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias».

Una mirada a las «sociedades económicamente más avanzadas» es suficiente para detectar el «marcado individualismo que desarrollan en su seno», individualismo que, «combinado con la mentalidad utilitarista, y multiplicado por la red mediática, produce la globalización de la indiferencia».

Tal vez convenga subrayar que es precisamente en las sociedades más avanzadas –en las sociedades ricas- donde se globaliza la indiferencia ante el sufrimiento de los pobres –de migrantes, refugiados, desplazados, víctimas de trata-, una indiferencia que es condición indispensable para que, sin hacernos preguntas, sin remordimiento, en buena conciencia, podamos excluir de nuestro banquete a esa humanidad pobre, más aún, podamos demonizarla haciéndola responsable de los males sociales, marginarla, descartarla, excluirla y olvidarla.

Los pobres son la evidencia de «lo difícil –lo imposible- que es para un rico entrar en el reino de los cielos».

Y ellos –su sola presencia–, representan «una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad».

Aunque se tratase solo de migrantes, se trataría siempre de los destinatarios del evangelio, los amados de Dios a quienes el Hijo, ungido por el Espíritu Santo, fue enviado como buena noticia.

Aunque se tratase sólo de migrantes, se trataría siempre del mundo de Jesús, de los preferidos de Jesús, de los «prójimos» que, abandonados al margen de los caminos de la vida, –fuera también de la vida religiosa del pueblo de Israel–, Jesús salió a buscar y a salvar.

Pero «no se trata sólo de migrantes». Se trata también de nosotros.

1.- Se trata de nuestros miedos.

Miedos que han sido cultivados, inducidos, miedos que son interesados…

En su mensaje, el Papa muestra comprensión con esos miedos, y escribe que «el temor es legítimo, también porque falta preparación para este encuentro».

Pero se ha hecho necesario, urgente, apremiante, denunciar a los manipuladores que se han adueñado del lenguaje para socializar el miedo y, desde el miedo, el odio al migrante; se ha hecho necesario, urgente, apremiante alertar a los incautos que terminan por utilizar ese lenguaje sin caer en la cuenta de que, con ello, están empujando a la muerte a miles de inocentes.

He visto y oído a informadores ¿cristianos? –COPE, TRECE– buscar interesadamente la asociación entre crimen cometido y condición de extranjero de quienes los cometen.

He visto y oído a hermanos míos – ¿obispos?– que no saben hablar de emigrantes sin recordar que entre ellos hay mafias, como si las mafias fuesen fruto natural del árbol de las migraciones –cuando incluso los ignorantes saben que las mafias son hijos naturales de los Gobiernos–.

He visto y oído a representantes de Gobiernos y a informadores que, al referirse a los emigrantes les atribuyen comportamientos violentos, organización militar, estrategias para causar daño a las fuerzas del orden… Y esos mismos voceros interesados olvidan cuidadosamente que son los emigrantes quienes padecen violencias sin fin, quienes cuentan a miles sus muertos, violencias y muertes que nosotros pudimos evitar, si no es que fuimos nosotros quienes directamente las hemos causado.

Es casi un milagro dar con una información sobre emigrantes que no se refiera a ellos como irregulares, ilegales, sin papeles… y no los presente como un peligro, una amenaza para la seguridad de los buenos ciudadanos.

Así, en la conciencia colectiva, se induce la idea de que los emigrantes no son pobres que intentan saltar vallas fronterizas, sino que son delincuentes que las “asaltan”, “nos asaltan”; los emigrantes no intentan atravesar una frontera: «Nos invaden»; no son hombres, mujeres y niños en busca de pan: son un ejército, una ola, una avalancha… un mal, tanto más temido cuanto más indefinido.

Es verdad, no se trata solo de migrantes: se trata de nosotros, de nuestra frivolidad, de nuestra decadencia moral, de nuestra degradación a la categoría de seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas –el Papa ha medido las palabras en una forma que yo puedo dispensarme de hacer–.

Y lo diré así: «No se trata solo de migrantes»; se trata de nosotros, de nuestra degradación desde la condición de hijos de Dios, que se supone nos hace hermanos de todos, a la condición de amos esclavistas sin Dios y sin hermanos.

2.- Se trata de nuestra fidelidad al mandato del amor.

«No se trata sólo de migrantes»: se trata de nosotros, de nuestro perfil humano, de nuestra identidad cristiana; lo que está en juego es nuestra pertenencia al reino de Dios, nuestra fidelidad al Evangelio.

Se trata del Sermón de la montaña, de lo que Jesús ha leído en el corazón de la Escritura y ha encerrado para nosotros en la novedad de un reiterado y «habéis oído que se dijo… pero yo os digo».

Se trata de la fidelidad a lo esencial de nuestra vida, al mandato del amor, al Evangelio de reino de Dios.

Se trata de dar a quien no puede corresponder, de amar a quien ni siquiera conocemos, de parecernos en algo a Cristo Jesús que nos amó a fondo perdido, a vida perdida, a todo perdido.

«No se trata sólo de migrantes»: se trata de evitarnos a quienes nos decimos cristianos el escándalo de ofrecer culto a Dios y, al mismo tiempo, menospreciarlo en sus hijos; se trata de evitar la blasfemia de invocar a Dios para ofenderlo –para que nos ayude a ser grandes, a ser poderosos, a ser ricos, a disponer de la vida de los pobres-; se trata de evitarnos un día el bochorno de ser condenados por necios ante el tribunal del Rey a quien en nuestra vida cristiana hemos ignorado y maltratado.

Con lo cual, «lo que está en juego es –también– el rostro que queremos darnos como sociedad», y la consideración en que tenemos «el valor de cada vida».

Algo me dice que estamos pasando de una sociedad acobardada –una sociedad que decide desde el miedo– a una sociedad agresiva contra los que son presentados como una amenaza para ella.

En ese contexto se olvida el «valor de cada vida», el valor de toda vida, y declaramos único el valor de nuestra vida.

Con su mirada, el emigrante estigmatiza y depone también ese ídolo –la seguridad- que nos hipoteca y nos esclaviza.

3.- Se trata de nuestra humanidad

No se trata sólo de migrantes: se trata de nosotros; se trata del lugar que queremos ocupar en nuestra relación con los demás.

Ese lugar pueden ser el individualismo, la mentalidad utilitarista, la indiferencia, la cultura del descarte, la marginación, la exclusión.

Pero puede ser también la «humanidad».

Esa palabra admite más de un significado –en su Mensaje el Papa lo utiliza también como sinónimo de “género humano”-; pero aquí se trata de los significados que van asociados con las ideas de «sensibilidad», «compasión», «benignidad», «mansedumbre».

No se trata sólo de migrantes: se trata de nuestra vocación a ser humanos al modo de Jesús de Nazaret.

Se trata de que veamos el mundo por los ojos de Jesús de Nazaret y sintamos con el corazón de Jesús de Nazaret:

«Al ver a las muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor».

«Al desembarcar, vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos».

Buen Samaritano de toda la humanidad fue Jesús de Nazaret. La compasión lo acercó a nosotros, lo hizo nuestro «prójimo», lo desvió de su camino a nuestro camino para aliviarnos, curarnos, salvarnos.

Y no sería razonable que quienes han sido asistidos con tanto amor, dejasen de prestar ayuda a quienes encuentran necesitados y abandonados al borde del camino.

4.- Se trata de la Iglesia que hemos de ser

Nuestro modo de situarnos frente al emigrante dejará a la vista la Iglesia que somos.

Porque podemos ser Iglesia en ejercicio de poder, podemos pretender la protección del poder, podemos vernos como señores de la verdad, superiores a los demás; podemos creernos primeros y principales y únicos, y aspirar a ello si creemos que hemos dejado de serlo o nos han privado de serlo.

Y podemos vernos como –sentirnos llamados a ser– Iglesia en ejercicio de servicio, sin la protección de ningún poder, y aspirar siempre a alcanzar el último escalón de ese modo de ser al que bajó nuestro Dios y Señor Jesucristo: aspirar a ser pequeños entre los pequeños, últimos entre los últimos.

No, no se trata solo de migrantes: se trata de nosotros; se trata de la Iglesia que queremos ser.

5.- Se trata del respeto debido a la persona humana.

No se trata solo de migrantes, aunque sean ellos el escándalo que reclama cada día nuestra atención.

Es cuestión de dignidad humana, de respeto debido a todo persona humana, de derechos con los que nacemos y que todos tienen el deber de respetar, todos, y, con mayor responsabilidad, aquellos que tienen poder, entiéndase aquellos que han recibido la misión de velar por el bien de todos.

Lo que voy a decir temo que no sea políticamente correcto. Nadie os lo dirá. Puede incluso que nadie lo piense. Pero tengo la certeza de que esa violencia que la política, las leyes, el poder, ejercen a la vista de todos contra los emigrantes, es una escuela de violencia contra los indefensos de la sociedad, contra los más vulnerables, una escuela en la que aprenden sin esfuerzo los violadores, los maltratadores, los asesinos de mujeres y niños. El racismo y la xenofobia que la política, las leyes, el poder, exhiben a la vista de todos, es una escuela pública gratuita en la que la sociedad interioriza sin reparos racismo y xenofobia.

La mayor escuela de violencia de género es el Estado.

Y los emigrantes son memoria permanente de esa violencia institucionalizada.

Bien están las manifestaciones delante de los Ayuntamientos o de los Parlamentos como señal de repulsa contra crímenes horrendos que todos repudiamos. Pero no finjan condenar una violencia que ustedes practican con bebés, con niños, con mujeres, con pobres del África negra, violencia evitable que ustedes, los que ejercen el poder, tienen el deber de evitar.

Den ejemplo a la sociedad y tomen las decisiones oportunas para que a los emigrantes no les falte qué comer, no les falte qué vestir, no les falte un puerto en el que ser acogidos, no les falte lo que exige la higiene personal, no les falte un médico si necesitan ser curados.

Y lo que digo a quienes tienen poder de decisión en el ámbito de la política, me lo digo a mí mismo y lo digo a toda la sociedad: no avanzaremos un paso en el camino que lleva a un mundo más justo si no reclamamos en primer lugar para los demás –para los pobres– los derechos que exigimos se nos reconozcan a nosotros.

Si alguien a mi lado tuvo hambre y no le di de comer, mi destino será el de los malditos.

Es obvio que no se trata sólo de migrantes: se trata de toda persona humana, también de mí mismo.

6.- Se trata de desenmascarar el gran engaño

Los emigrantes son la evidencia de un mundo injusto, inicuo, perverso, atravesado por una violencia institucionalizada contra los pobres.

Ellos son las víctimas de un modo de entender la vida, las relaciones, el trabajo, la dignidad de las personas.

Hoy, en el árbol del conocimiento del bien y del mal, se nos ofrece la posibilidad de «ser como Dios», de poseerlo todo, de consumir sin límites.

Hemos alargado la mano y hemos comido. Nos hemos apoderado del paraíso. Hemos llenado de pobres los caminos de la tierra. Y fingimos haber encontrado la felicidad. Hemos pagado un precio tan alto por nuestra traición a la humanidad, que ya no somos capaces de reconocer que nos hemos equivocado.

Y así cometemos la última gran traición: la de hacer que los pobres tropiecen en «el gran engaño», la de hacerles creer que la felicidad es de casa en nuestra forma de vida, que lo deseable es poseer, enriquecerse, dominar, consumir…

Lo deseable es acoger, respetar, amar… trabajar por un mundo levantado sobre los tiempos del verbo dar, un mundo de hermanos que se sienten solidarios todos de todos…

Los emigrantes son una llamada de Dios a volver a la gratuidad del paraíso terrena.

Conclusión

Aquí han quedado reseñadas algunas de las resonancias, pertinentes o impertinentes, que me ha dejado la lectura de la Exhortación Apostólica Christus vivit, y del Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado.

Confiaré a la brevedad de la “conclusión” una intuición que se me ha colado en el alma con aires de certeza moral: La suerte de la Iglesia está ligada a la suerte de los pobres, a la vida de los pobres, al destino de los pobres.

Sólo una Iglesia de últimos tendrá la capacidad, la fuerza, la gracia de salir sin miedo a los caminos del mundo, a “buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”.

Solo una Iglesia de últimos tiene futuro.