¿Reavivarán otra vez la cuestión religiosa? - Alfa y Omega

Periódicamente, suele ocurrir que cuando se acerca un momento político crucial, como es la proximidad de una cita electoral, algunos partidos de izquierda agitan la bandera de la revisión de nuestro modelo de relaciones Iglesia-Estado. En la campaña electoral que se avecina no parece –a priori– que vaya a ser un tema estrella, pero no debemos olvidar que el propio candidato socialista, Pedro Sánchez, lo anunció en una de sus últimas campañas electorales: su intención de revisar el Concordato (sic) con la Santa Sede, cuando tal no existe, sino que el último vigente data de 1953, mientras que ahora las relaciones entre la Iglesia y el Estado se rigen por unos acuerdos suscritos en 1979, ya con la Constitución vigente.

De un modo latente, con mayor o menor ruido mediático, el PSOE proponía una reforma del artículo 16 de nuestra Constitución para conducirnos a un Estado laico, propuesta obsesiva que parece suplir el vacío de otros proyectos políticos de más enjundia y que supone retrotraernos a un viejo anticlericalismo y agnosticismo militantes que ya creíamos haber superado entre nosotros, pero que renace en determinados comportamientos en aquellos ámbitos de poder local a los que la izquierda española ha llegado con ocasión de las últimas elecciones municipales y autonómicas. Por otra parte, la propuesta de modificar dicha norma constitucional no deja de ser un brindis al sol, pues difícilmente se alcanzaría el consenso parlamentario suficiente para llevarla a cabo.

A mi juicio, reavivar el tema religioso constituye una gran insensatez, porque nuestra regulación constitucional en la materia representa un prodigio de consenso y equilibrio al que llegaron las fuerzas políticas –incluido el PCE, con una magnífica intervención parlamentaria de Santiago Carrillo– en el momento del debate constituyente, pues el precepto citado aúna el reconocimiento y respeto a la libertad ideológica, religiosa y de culto, proclama el carácter aconfesional de nuestro Estado, reconoce un hecho sociológico como es la relevancia del catolicismo en nuestra sociedad y prevé relación de cooperación del Estado con las diversas confesiones religiosas.

En base a ello, se firmaron cuatro acuerdos entre la Santa Sede y España (asuntos jurídicos, enseñanza y asuntos culturales, asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y asuntos económicos), que no constituyen ningún privilegio para la Iglesia católica, puesto que a convenios similares pueden llegar otras confesiones religiosas –como de hecho ya ha ocurrido–, y en punto a la financiación de la Iglesia el Estado se limita a cumplir la voluntad de los ciudadanos cuando estos expresan en su declaración de impuestos su deseo en ese sentido (en la última campaña eso se ha dado en más de siete millones de declaraciones del IRPF).

Así pues, en mi opinión nuestro régimen jurídico en este orden de cosas representa un portento de equilibrio legal que puso fin a una larga trayectoria de desencuentros en nuestra historia nacional, con unos siglos XIX y XX muy agitados en este asunto, basculando nuestra convivencia entre momentos de opresiva confesionalidad, que imposibilitaba la existencia de una auténtica libertad ideológica o religiosa, y otros periodos de gran radicalismo ante el hecho religioso, como fue la etapa de la II República y su feroz laicismo constitucional.

Ni la una ni la otra fueron soluciones operativas para asegurar una vida nacional en paz y armonía. En el primer caso, porque la confesionalidad a ultranza ignoraba que España ya era un país plural, a la vez que se hurtaban determinados derechos a quienes no fueran católicos militantes o pertenecieran a otras confesiones religiosas, y se yuxtaponía religión y política en una simbiosis que ni beneficiaba al Estado ni a la Iglesia, como esta percibió tras la reflexión del Concilio Vaticano II. El error contrario fue el practicado por quienes elaboraron el artículo 26 de la Constitución republicana, singular ejemplo de sectarismo, porque ignoraron la realidad cultural de casi la mitad de la población española e hicieron de la cuestión religiosa una de las piedras de toque del fracaso del régimen republicano, como un Azaña amargado ya en sus postrimerías reconoció en su obra La velada en Benicarló.

La tarea que una sociedad encomienda a los políticos que elige es la de gobernar para todos y resolver los problemas que en cada momento histórico se dan, no crear elementos de fricción cuando no los hay en la comunidad nacional, por lo cual me parecería poco lúcido y enormemente arriesgado para todos revivir un problema histórico al que nuestro vigente ordenamiento jurídico le ha dado una solución armónica que no excluye a nadie y permite integrar las diversas ideas y creencias que se manifiestan en una sociedad compleja y plural como la nuestra.

Vicente L. Navarro de Luján
Rector de la Universidad CEU Cardenal Herrera