El apóstol de los negros - Alfa y Omega

El apóstol de los negros

Eva Fernández
Foto: Suraj Tataree

Si no fuera por el crucifijo que preside la instantánea, parecería la reunión de un gran grupo de amigos festejando una cita importante. Y en cierta forma lo es. En la geografía de Isla Mauricio hay un nombre que siglo y medio después de su muerte resuena en todas las casas del país: el padre Laval, un misionero que se dedicó a achicar el agua de la esclavitud, de la lepra, del cólera y del hambre con una entrega tal, que desde el día de su muerte congrega ante el pequeño santuario donde está enterrado una peregrinación multitudinaria. Este año la cita se ha adelantado para permitir que el Papa Francisco pueda acercarse a rezarle el lunes 9 de septiembre durante su cuarto viaje a África.

Lo sorprendente de esta muchedumbre de personas que viajan desde todas las esquinas de la isla para honrar al padre Laval es que la mayoría no son católicas. La mano de obra barata durante la colonización británica atrajo a muchos trabajadores indios, por lo que Mauricio es el único país africano con mayoría de religión hindú.

Cuando el padre Laval desembarcó en Port-Louis en 1841, tenía 38 años y el corazón entusiasmado. Era normando, menudo y valeroso. Acababa de entrar a formar parte de la Congregación del Espíritu Santo, y llegó a un país arrasado por la esclavitud. Fueron precisamente un grupo de antiguos esclavos los que se convirtieron en sus colaboradores más directos. Tan solo un siglo antes, cuando los franceses ocuparon la isla en 1715, llegó el infierno. Con el fin de cultivar caña de azúcar trajeron esclavos de Madagascar, Mozambique y el oeste de África. Muchos de ellos naufragaron durante el trayecto. Pero a nadie le importaba. Siempre había esclavos de repuesto. Las penurias de África se miden por el tiempo en el que gobiernos, empresarios, políticos y soldados ordeñan lo que pueden. La sangre derramada para conseguir oro, cultivos o petróleo es lo de menos. En el fondo a Occidente le importa poco lo que ocurre en África. Por eso cuando el padre Laval decidió quedarse como uno más, entró a formar parte de la historia de la isla y hoy se le considera un héroe nacional. Comenzó a construir escuelas, casas y capillas por todo el país. Siempre tenía tiempo para curar a los enfermos, puesto que antes de hacerse misionero había estudiado medicina y dedicaba muchas energías a visitar prisioneros que se hacinaban en condiciones infrahumanas. Paulatinamente fue curando física y moralmente a todo un pueblo, más aún cuando a partir de 1854 se sucedieron dos terribles epidemias, una de cólera y otra de varicela que diezmaron la población. Ante los ojos de todos, el padre Laval se multiplicaba cuidando a los enfermos y moribundos.

En el fondo, esta peregrinación anual para rezar ante quien fue beatificado por san Juan Pablo II se convierte en un homenaje a los que permanecen cuando ya no queda nada. Son los que al despertar siempre están ahí. Los misioneros, héroes sin pretenderlo, como el apóstol de los negros, sobrenombre por el que se conoció a Laval.