«La llamada a un seguimiento radical» - Alfa y Omega

«La llamada a un seguimiento radical»

XXIII Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Foto: Cathopic

Rodeado de mucha gente que lo acompañaba, Jesús aborda de nuevo una cuestión fundamental en la predicación del Reino de Dios: las condiciones para ser discípulo suyo. Sabemos que no era el único maestro en tener seguidores en este periodo histórico, tal y como refleja la literatura bíblica y extrabíblica de la época. Uno de los aspectos que destacan en las páginas que venimos escuchando durante este verano es que las propuestas del Señor resultan dudosamente atractivas desde el punto de vista meramente humano; e incluso aparentemente contradictorias. Así sucede, por ejemplo, cuando Jesús afirma que no ha venido a traer paz a la tierra, sino división, poniendo de manifiesto que la respuesta a su llamada no es acogida con el mismo entusiasmo por todos. Tampoco la insistencia en la necesidad de la humildad o la constatación de las dificultades para entrar por la puerta estrecha presentan el seguimiento al Señor como algo precisamente atractivo.

Posponer todo lo demás

Conocemos la existencia de persecución hacia los cristianos desde los primeros siglos. El martirio ha estado presente desde siempre y ha gozado de gran estima, ya que el mártir se identifica en mayor medida con Cristo, que también derramó su sangre. Sin embargo, puede resultar duro comprender que alguien deba posponer a su padre, a su madre o a sus hijos para ser discípulo del Señor. ¿Qué sentido tiene? Sin duda, la reticencia humana a aceptar esta enseñanza del Señor parte de entender a modo de contraposición el amor a Dios y el amor al prójimo, como si cuanto más se amara a Dios, menos se amara al prójimo; algo que no es verdad, ya que quien ama a Dios ensancha su capacidad de querer a los demás. Pero hay una cuestión más: Jesús no pide lo mismo a todos, ya que cada persona tiene una tarea y un proyecto concreto. Así, por ejemplo, la llamada particular que el Señor dirige a los doce para dejarlo todo, anunciar el Reino de Dios e, incluso, el martirio, no ha sido recibida por todos los cristianos, sino por los que Él ha designado. Pero sí hay condiciones que se entienden referidas a todos los miembros de la Iglesia: la primera es el no anteponer nada al amor a Dios, es decir, amarlo sobre todas las cosas; la segunda es tomar la propia cruz y seguirlo. Si de verdad se vive un amor a Dios hasta las últimas consecuencias, ese posponer elimina cualquier vestigio de egoísmo en los afectos naturales. El amor a Dios es capaz de fomentar en nuestro corazón un nuevo modo de querer al propio padre, madre, hermano o hijo. Ser discípulo de Jesucristo no implica tener al Señor como un amigo más, ya que Jesús requiere toda nuestra persona. Y si esto tiene sentido es porque Dios también lo da todo. Por eso mismo cobra gran valor el mismo hecho del martirio. Quien muere por confesar el nombre del Señor no es que simplemente tenga una muerte similar a la de Jesús; es que participa de su misma muerte.

La necesaria adhesión al Señor

Las palabras del Señor nos ayudan no solo a comprender cuál ha de ser nuestra relación con Él, sino también a calibrar nuestro orden de prioridades en la vida. No pocas veces vivimos centrados en aspectos inmediatos, urgentes, necesarios, sin tener en cuenta los cimientos sobre los que edificamos nuestra vida. Jesús nos quiere recordar que solo Él es absoluto, mientras que el resto de dimensiones de la vida son relativas. Y relativo no significa de poco valor, sino referido a lo absoluto, a lo que permanece o a lo que da sentido. Otra de las facetas que se destacan en el pasaje de este domingo es la presentación de la dificultad para llevar a cabo este seguimiento. Sabemos que a Jesús lo abandonaba gente. El Evangelio nos habla de «calcular», «deliberar», «poder acabar» (la obra) y «salir al paso». Ello no significa que el discipulado sea fruto de un simple cálculo humano u opción privada, pero sí fija claramente la necesidad de una voluntad firme por parte del hombre, que responde a la llamada realizada previamente por el Señor.

Evangelio / Lucas 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, sí echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.” ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con 20.000? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».