El botiquín de una bendición para curar las prisas en la Iglesia - Alfa y Omega

Hace poco tuve uno de esos días de no parar. Se me juntaron varios asuntos que tenía que resolver. Pero, como nos pasa a todos, basta que tuviera prisa para que surgieran también los imprevistos. Deseaba que el tiempo me diera más de sí y que el reloj fuera más lento. Sin embargo, la tarde me sorprendió con tareas pendientes.

Estaba en la portería, confiada de que ya no vendría nadie más a esas horas, pero cuando menos lo esperaba llamaron al timbre. Era un desconocido, venía de lejos y pidió hablar un ratito conmigo; titubeé en ese momento y le dije que no tenía mucho tiempo, pero él insistió, diciéndome que no me iba a ocupar demasiado.

Recibí a aquel hombre en el locutorio. Comenzó a contarme quién era, de dónde venía, algunas inquietudes que llevaba a cuestas. Era como si me conociera de siempre. Entonces fue cuando el tiempo se paró. El hombre seguía hablándome y yo le escuchaba sin pensar en nada más. Ya solo importaba aquel encuentro gratuito, aquel momento presente en el que alguien me abría el corazón. Al final me pidió que rezase por él, por su familia y por sus amigos. Se levantó para marcharse, pero antes de volverse hacia la puerta me miró y me dijo: «Por favor, bendíceme». Le bendije y se fue.

Por la noche comprendí, que después de haber estado todo el día corriendo de un sitio a otro, agobiada, no había podido imaginar que lo mejor, lo que más urgía, estaba aun por hacer. Me lo vino a enseñar un desconocido al final de la tarde: lo que más importó en esa jornada, la tarea más principal de todas las que había hecho fue aquella bendición.

En este hospital de campaña que es la Iglesia, será necesario que trabajemos mucho por los pobres, que hagamos nuevos y buenos proyectos, que tratemos de tener infraestructuras para atender tantas necesidades, que nos preocupemos de una formación sólida, etc. Todo esto y más. Pero que no nos falte nunca en el botiquín una bendición. En medio de tantas palabras hirientes, malsonantes, duras como piedras, sería saludable que nos bendijéramos unos a otros, porque como dice 1 Pedro 3, 9: «Para esto habéis sido llamados, para heredar una bendición».