«Echad la red» - Alfa y Omega

«Echad la red»

III Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo
La pesca milagrosa. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York

Jesús Resucitado sigue siendo el foco de atención durante estos domingos. Sin duda, la convicción de que el Señor, a quien habían visto humillado y crucificado, está vivo marcó no solo el crecimiento de la Iglesia inicial, sino también el tiempo litúrgico en el que nos hallamos. Este domingo, tras las primeras apariciones en Jerusalén, Juan nos presenta a Jesús junto con algunos de sus discípulos, siete en concreto, junto al lago de Tiberíades.

La pesca milagrosa

Al igual que en otros relatos de apariciones, se parte de una atmósfera de tristeza y decepción ante lo sucedido. Tras el visible fracaso del Señor días atrás, la comunidad de discípulos retorna a su vida anterior. Todo parecía acabado. Incluso la frustración manifestada por los apóstoles en la pesca da la impresión de estar contagiada de la desilusión tras la muerte del Señor. El «aquella noche no cogieron nada» recuerda al episodio de los discípulos de Emaús, cuando caminaban sin otro horizonte que el lamento. Sin embargo, todo cambia al amanecer. Tras una noche infructuosa no tenía sentido seguir pescando, ya que la primera luz del día marcaba el final de la faena en el mar. El alba no solo determina el cese de la habitual labor de pesca, sino que ahora la irrupción de Jesús precisamente en este momento del día hará referencia con claridad a su propia Resurrección, pues, como sabemos, fue al amanecer del primer día de la semana cuando las mujeres encontraron el sepulcro vacío. No obstante, la Biblia refiere otras significativas intervenciones de Dios al alba, especialmente en los acontecimientos vinculados al Éxodo del pueblo de Israel de Egipto.

La abundancia de la pesca, tras seguir las indicaciones de Jesús, muestra la fecundidad de los apóstoles cuando se han fiado del Señor. A nosotros este pasaje pretende enseñarnos que, cuando ponemos toda nuestra confianza en el Señor, la propia vida adquiere pleno sentido y puede producir un fruto incalculable. Jesucristo puede dar plena eficacia a nuestro trabajo si, con un espíritu de humildad y obediencia a su voluntad, cumplimos su designio.

«Señor, tú sabes que te quiero»

Concluida la pesca, Jesús se dispone a comer con sus discípulos, en una escena que rememora la institución de la Eucaristía, dado que Jesús reparte el pan entre los discípulos. Pero es al concluir esta comida cuando Pedro será confirmado en su misión, siendo rehabilitado tras la triple negación al Señor en la noche en que este fue prendido. El abandono de Pedro en los momentos más dramáticos de la vida de Jesús había puesto de manifiesto no solo la debilidad de los apóstoles antes de la Resurrección de Cristo y del envío del Espíritu Santo sobre ellos. También pretende mostrarnos la cortedad de nuestros planes si no contamos con la ayuda de Dios. Pedro se había confiado demasiado a sus propias fuerzas, al afirmar que aunque todos abandonaran a Jesús, él no lo haría. Poco después juraría que ni conocía al Señor. Por eso esta triple confesión de amor de Pedro se entiende como la reparación de Pedro y la rehabilitación y perdón por parte de Jesús. Y esta vez Pedro no se compara con el resto de discípulos, sino que centra la atención en su vínculo de amor con el Señor.

Como colofón de la escena el Señor le dice a Pedro «sígueme». No se trata solo de la confirmación de la misión del príncipe de los apóstoles, sino que muestra que la adhesión de amor hacia el Señor, aparte de llevar aparejada una misión concreta de pastorear o de apacentar, implica un seguimiento radical. El texto explicita como consecuencia de la entrega total al Señor la muerte martirial con la que Pedro daría la vida por confesar el nombre de Cristo.

Evangelio / Juan 21, 1-14

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor».

Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos 200 codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.