La campana de San Pedro El Viejo - Alfa y Omega

La campana de San Pedro El Viejo

Concha D’Olhaberriague
Foto: José Ramón Ladra

El Madrid antiguo que queda al pie de la colina de las Vistillas, junto a la calle de Segovia –que culebrea como el arroyo que fue– y cerca de las Cavas, es un entorno de trazado mudéjar, con escalinatas y plazuelas que configuran, sobre todo a la luz de las farolas, un ambiente misterioso y romántico. Por la Cava Baja discurría la muralla cristiana, de la que aún quedan restos en el interior de algunas fincas y en parquecillos, como el de la calle del Almendro. Otros vestigios medievales son más visibles. Así, la torre mudéjar de ladrillo sobre base de calicanto de la iglesia hoy llamada de San Pedro El Viejo y, hasta finales del XIX, el Real; estilizada y austera a la vez, se diría que con sus treinta metros de altura tiene una misión de vigía del barrio, con sus saeteras, enmarcadas por arcos de herradura.

Enclavada en la calle del Nuncio con la costanilla de San Pedro, la iglesia fue edificada en el siglo XIII –según las investigadoras Abad y Pérez del Río– junto a unos manantiales por alarifes musulmanes, cuando Madrid no era Villa y Corte. El campanario actual con dos vanos en cada una de las cuatro caras data de época herreriana.

Hubo antes otro templo con esta advocación muy cerca, en Puerta Cerrada. San Pedro es, con San Nicolás de los Servitas, la iglesia más antigua de Madrid. No es de extrañar que su ajetreada historia esté aderezada por leyendas de diversa índole, entre las cuales cobró fama por su encanto la de la campana mágica.

Cuentan las fuentes que la primitiva campana era tan voluminosa y pesada que los obreros, tras infructíferos intentos para subirla, se marcharon a dormir. A la mañana siguiente fueron despertados por un alegre repique proveniente del campanario. Desde entonces, el tañido autónomo de la campana prevenía de los peligros, atraía la lluvia cuando era menester o alejaba las tormentas. En la iglesia los campesinos veneraban al Cristo de las lluvias. Un día la gran campana se desplomó y se hizo pedazos; los feligreses mandaron fundir dos campanas más pequeñas, que quedaron instaladas en el campanario. A partir de entonces no se oyó más el tañido libre y benefactor. Era el sacristán quien tenía la misión de hacer repicar las campanas en tiempo y hora, aunque se rumoreaba que hubo ocasión principal en que doblaron por sí solas.