El Papa toscano, anciano y enfermo, que, en equilibrio inestable entre Oriente y Occidente, hizo lo que pudo, sufriendo, en bien de la Iglesia del siglo VI.
Siempre gozó de un gran prestigio intelectual y muy posiblemente esto debió influir para que lo eligieran papa. Disfrutaba de la amistad y compañía de Boecio y consultaba con él sus escritos teológicos con el fin de que estuvieran siempre y en todo de acuerdo con la ortodoxia. Compartía la opinión con san Hormisdas sobre la conveniencia para el bien de la Iglesia de mantener y estrechar cada vez más las relaciones con Oriente, pensando que de ese modo iría reduciéndose cada vez más la herejía y procurándose un razonable y deseado ambiente de tranquilidad. Una señal más de su inclinación al este fue la adopción del calendario litúrgico que se utilizaba en Alejandría, dejándose aconsejar por Dionisio el Exiguo. En ese momento, las cosas no iban mal y hasta llegaron a disminuir las tensiones con los arrianos.
Pero una decisión del emperador bizantino iba a cambiar el curso de los acontecimientos. Desde el año 524, las órdenes imperiales pusieron en su punto de mira a los godos; llegaron comunicaciones de Justino que hacían extensivas a los godos que vivieran en sus dominios las mismas disposiciones antiarrianas: se les prohibía que tuvieran acceso a los cargos públicos, mandó que sus iglesias fueran confiscadas y algunos de ellos fueron obligados a abrazar el catolicismo. Mal asunto.
Teodorico se enfureció. Él se tenía como rey de todos los godos y la medida le sacó de quicio por pensar que era un abuso contra su pueblo. Inmediatamente pasó a la acción: mandó llamar al papa Juan a Rávena y le encargó de encabezar una magna embajada, acompañado de gente principal –obispos incluidos– para que se pusiera fin a la persecución. El papa le advirtió que pondría todo empeño en que se atendieran sus peticiones, pero que la doctrina de la Iglesia le impedía pedir el retorno al arrianismo de los que se habían convertido a la fe católica.
La embajada llegó a Constantinopla; fue recibida con todo el boato y esplendor que merecía, hasta el punto de que el papa pudo celebrar la misa de Pascua en latín y ofreció a Justino la corona. Desde Oriente se atendieron las demandas que Juan portaba de Teodorico, menos el retorno al arrianismo de los conversos.
Mientras la embajada llevaba a cabo sus gestiones, el ambiente se iba enrareciendo en Occidente, y se deterioraba día a día la situación política. Teodorico interpretó la entrega de la corona como una vinculación de la Sede Apostólica al Imperio y la tardanza que se prolongaba le hizo sospechar una confabulación o, cuando menos, un pronunciado viraje probizantino de la Iglesia. Mandó ejecutar un buen número de personas importantes y significativas, entre ellas, Boecio.
Así que, cuando el papa llegó a Rávena, se vio considerado como un auténtico enemigo, por no haber conseguido de Constantinopla la totalidad de lo que la embajada pedía. El fracaso parcial se consideró traición. La profundidad de las medidas que contra él y sus colaboradores tomó el rey godo no están del todo clarificadas, pero sí se sabe que a Juan se le prohibió abandonar la ciudad —¿preso?— y algunas fuentes hasta parecen dejar ver que su muerte se debió a los malos tratos que recibió.