Cuando fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de octubre de 1982, Fray Angélico fue declarado patrón de las artes nobles y muy especialmente, de los pintores. Un título bien merecido pues, como explica Vito T. Gómez García, Postulador General de la Orden de Predicadores, en Nuevo Año Cristiano, (Edibesa), la pintura de Fra Angélico tiene «un atractivo especial, porque en ella volcó el delicado espíritu que Dios le regaló, sensible por demás a las bellas artes».
«En sus cuadros proyectó, por encima de todo», prosigue Gómez García, «un alma modelada por medio de la divina gracia y el trato asiduo con el Señor en la contemplación de sus misterios, así como por la comunión de los santos, sus amigos, destacando entre todos la Santísima Virgen María y Santo Domingo».
Nacido hacia 1400 en Toscana, el joven Guido di Piero -su nombre en el mundo- ingresó muy pronto en la Orden de Predicadores junto a su hermano Benedetto. Tomó definitivamente los hábitos hacia 1420 en el convento San Domingo de Fiesole, lugar en el que no tardó en evidenciar sus dotes artísticas: ni durante su etapa de formación teológico-filosófica dejó de pintar. Entre la abundante producción pictórica de esta época destacan una Madonna -hoy colgada en la Pinacoteca Vaticana- y una Virgen en el trono con el Niño entre dos coros de ángeles.
Con una reputación que se consolidaba, Fra Angélico dejó en 1445 su Toscana natal y emprendió el camino de Roma, llamado por Eugenio IV, se instaló en el convento de Santa María sopra Minerva, lugar en el que se celebró el cónclave que eligió a Nicolas V, que siguió contando con él, hasta su vuelta a Fiesole. Durante tres años fue prior de su convento de origen. Es un aspecto importante, pues Fra Angélico, pese a su estatus, siempre se ajustó a la disciplina de los conventos en los que residió, no pidiendo ni gozando nunca de un trato de favor.
Cumplido su mandato al frente del convento, el monje artista volvió a Roma con la intención de decorar el claustro de Santa María sopra Minerva. Sin embargo, la muerte truncó su proyecto. Era el 18 de febrero de 1455. Rendía su alma a Dios un genio de la pintura universal y sobre todo, en palabras del dominico Clérissac, un monje cuyo arte «consistía en infundir, en las imágenes de los santos, la vida interior que dominaba y embelesaba su alma».