Poner la otra mejilla siempre compensa (aunque cuesta...) - Alfa y Omega

Poner la otra mejilla siempre compensa (aunque cuesta...)

Las reacciones que brotan ante un ataque contra la fe suelen ser dos: responder con el mismo tono bronco -la espada de Pedro en el huerto-, o dejarlo pasar con buenismo resignado -según una falsa interpretación de la otra mejilla-. Pero la reacción que enseña el Evangelio y que propone la Iglesia es distinta: no rendirse ante el mal, sino responder al mal con el bien. Los testimonios confirman que sólo así se rompe la cadena de la injusticia

José Antonio Méndez
María, en Irlanda, donde ha estado mejorando su formación como maestra

Cuando un grupo, una institución o una persona agreden a un católico o le impiden vivir y expresar su fe libremente, ¿qué se debe hacer? ¿Dejarlo pasar? ¿Responder en los mismos términos? ¿Denunciar la agresión, sin más? ¿Montar campañas de boicot online y alertas digitales? El dilema es, en el fondo, saber cómo se articula en el día a día el amor a los enemigos, cómo se traduce lo de poner la otra mejilla, cómo se conjuga el ser astutos como serpientes y sencillos como palomas. Benedicto XVI lo aclaraba en 2007, cuando explicaba que «la no violencia cristiana no consiste en rendirse ante el mal -según una falsa interpretación de presentar la otra mejilla-, sino en responder al mal con el bien, rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que, para los cristianos, la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad. (…) La revolución del amor, un amor que no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa: ésta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Éste es el heroísmo de los pequeños, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida». Y es cierto: los testimonios confirman que, aunque cueste, ésta es la actitud que produce mejores frutos.

Del antitestimonio…, a la vocación

Que Dios puede sacar bien del mal lo explica a la perfección María. A pesar de que iba a un colegio de religiosos, explica que, «cuando era adolescente, mis compañeros, que iban a Confirmación conmigo, aprovechaban cualquier ocasión para meterse con la Iglesia, sin que ningún profesor los corrigiera: que si era oscurantista, machista, desfasada… Yo vivía la fe de mis padres, pero me esforzaba en defenderla, y eso me hizo crecer en la fe, porque cuanto más me formaba, más me iba enamorando de Jesús y de la Iglesia». Con los años, la cosa empeoró: «Se metían conmigo porque rezaba, o porque decía que quería vivir un noviazgo en castidad y que valoraba la virginidad. Ellos me insultaban, escribían en la pizarra monja de mierda… Muchas veces volvía a casa llorando, pero gracias a mis padres y a sus amigos -ellos son de Cursillos de Cristiandad-, veía que ser fiel a la Iglesia compensaba, que no merecía la pena devolver los insultos, y que era mejor rezar por ellos y seguir defendiendo a la Iglesia, formándome y sin acobardarme». Lo peor llegó «cuando estaba en Bachillerato: tuve de tutor a uno de los religiosos, que era el coordinador de pastoral. Aunque parezca increíble, este hombre se metía conmigo por mi fe, me llamaba monjil en clase, me decía que no iba a encontrar a nadie que quisiera vivir un noviazgo en castidad, que me iba a arruinar la vida, que mis padres eran xenófobos por ser cristianos…, y luego, ¡celebraba la Misa del colegio! Pensar que este hombre, a pesar de todo, hacía presente a Cristo en el mundo para mí, era lo que me hacía ir a clase cada día, aunque volviese a casa llorando. Eso…, y conocer a otros curas amigos de mis padres, porque ahora entiendo que los compañeros que se metían conmigo por ser Iglesia es porque no conocían a más curas ni a otra Iglesia que la que éste señor mostraba».

Poco tiempo después, la congregación decidió trasladar a este profesor a otro centro, pero hoy, María explica que, «por él, me di cuenta de cuánto puede un profesor tocar la mente y el corazón de los alumnos, y descubrí que quería ser maestra para poder llevar a los niños a Dios, y a Dios a los niños». Ahora, ella es profesora en un colegio católico, se casa en unos meses tras vivir un precioso noviazgo en castidad, y acaba de volver de Irlanda donde ha perfeccionado su formación, porque «quiero dar lo mejor a mis alumnos; en el fondo, haber tenido a este profesor me ayuda a valorar cómo puedo mejorar para ellos».

Rocío (con pañuelo al cuello) y otros jóvenes de Atlántida, en la Complutense

Es posible el diálogo

La experiencia de Rocío Andreo es similar a la del resto de jóvenes universitarios de la asociación Atlántida -vinculada a Comunión y Liberación-. Hace unos meses, fueron agredidos en la Universidad Complutense por repartir un manifiesto titulado Es bueno que tú existas, a favor de la vida. No era la primera vez: también los han insultado al repartir otros manifiestos, su periódico Samizdat, o al ir a las capillas de la Universidad. Sin embargo, «esos ataques muestran -explica Rocío, Presidenta de Atlántida- que la violencia no es la última ni la única palabra, porque siempre hay gente que, cuando ven que nos agreden, dicen: No estoy de acuerdo con vosotros, pero defiendo vuestro derecho a expresarlo. Nosotros no somos masoquistas, no nos gusta que nos agredan, no queremos provocar, ni que se expulse a nadie de la Universidad. Pero la experiencia nos dice que, al hacer pública la propuesta cristiana, surge el diálogo». Y da ejemplos: «Hemos hecho amigos que venían a romper nuestro periódico y a llamarnos fascistas, y al hablar con nosotros y explicarles lo que defendemos, vieron que teníamos puntos en común y terminaron por leerlo; y otros que se han dado cuenta de que nuestro planteamiento es razonable y puede ser tenido en cuenta». Y esto «fortalece mi fe, porque me hace más consciente de la experiencia que me ha cambiado la vida: el encuentro con Cristo».