Mi Primera Comunión - Alfa y Omega

Fue una fiesta de Luz, porque realmente me habían preparado con suma delicadeza y responsabilidad para empezar una nueva relación de amistad con Jesús. Tenía ya miles y miles de peticiones que hacerle para ese día, y sólo me regaló unas cuantas; la más grande fue el don de la fortaleza interior y física. Unas de mis intenciones era que nadie sufriese, que no hubiera lágrimas en el mundo. Que los niños fueran felices y no tuvieran que ir al médico. Me costaba entender por qué pudo sufrir tanto Él y por qué veía sufrir a los vecinos…

Las catequistas nos enseñaban a iniciarnos en la liturgia, en el conocimiento y el encuentro con Jesús. Nos enseñaban a orar en silencio, con música, con los cantos y a compartir lo que teníamos. Eso me resultaba un poco preocupante, porque lo que tenía era justo lo que utilizaba y necesitaba. Dar algo sin permiso de mi madre no me parecía bien. Utilizaba otras formas de compartir: la alegría, estar con ellas, ayudar a otras niñas a hacer deberes y privarme de chucherías para darlas, ser una amiga fiel.

La enseñanza de mi madre fue muy importante. Ella nos pasó la luz de la fe como lo mejor que nos podía regalar. Era muy devota del Sagrado Corazón y de la Santísima Virgen.

Mi relación con el Señor, en la medida que iba cumpliendo años, maduraba, y crecía mi pasión por estar y vivir en Él, me gustaba su vida entregada por amor y es lo mismo que yo quería hacer de mi vida con su ayuda: entregarla a los demás, y para ello estudiaba y me preparaba para ser una persona de Dios y de la Humanidad.

Me encontraba siempre llena de vida y de amor para estar con los más pobres. A los 19 años, me mandaron a un barrio muy pobre de Barcelona para discernir mi posible vocación. ¿Qué quería el Señor de mí? Había conocido a las monjas dominicas y me parecían mujeres de Cielo y de Verdad. Encajada su carisma con mi forma de ser alegre. Y también conocía la congregación de las religiosas que me habían enseñado con tanta paciencia y respeto; las admiraba y quería ser como ellas, misionera. Dos frentes que tenía que elegir por uno o por otro.

Me decidí por la vida contemplativa-orante para ser en la Iglesia esas raíces profundas que dan sentido y calor a la vida que florece diariamente. Cristo dibujó en mis entrañas su vivo Rostro que no puede más que abandonarme y lanzarme al vacío de todo con el fuego del Amor que Dios llenaba dejando sus huellas en mi carne estremecida por el deleite y el gozo infinito de amar y ser amada, como la mujer más enamorada de esta tierra.

¿Qué son las dificultades y las noches oscuras que suelen presentarse en el camino, estando marcada tan íntimamente? La pasión, la memoria, la celebración de lo vivido y celebrado siempre a Su lado me hacía vulnerable a todo con tal de estar a su lado eternamente. Sabía que todo eso que iba muriendo en mí resucitaba nuevas posibilidades, se renovaba el alma y me ayudaba a ser otra persona más humana.

¿Qué era para mí Él? Era y es ese misterio visible que me muestra al Invisible, mi razón de ser en este mundo creado por Él, esa unción sacramental que tanto veneraba y que era ungida con el aceite de la pobreza, castidad y obediencia.

Sor María Pilar Cano, OP