La verdad de Dios - Alfa y Omega

La verdad de Dios

Con el título La verdad de Dios. ¡Cómo urge conocerla y reconocerla!, nuestro cardenal arzobispo nos ha dirigido, en la solemnidad de la Santísima Trinidad, su Exhortación pastoral de esta semana, en la que dice:

Antonio María Rouco Varela
Paternidad. Icono ruso: Escuela de Novgorod (siglo XV). Galería Tretiakov, Moscú

Ha concluido el tiempo litúrgico de la Pascua con la solemnidad de Pentecostés. La Iglesia celebraba la nueva actualidad del misterio de la venida del Espíritu Santo sobre el Colegio apostólico reunido con María, la Madre del Señor, en el Cenáculo de Jerusalén. Era el don inefable, el que no habían sabido comprender del todo cuando hacían cábalas sobre el triunfo de Jesús, su Maestro, después de la aparente derrota de su crucifixión y a pesar de haberles mostrado y demostrado que había resucitado. La escena del apóstol incrédulo, Tomás, no parece plausible que la hubieran podido olvidar. Y, sin embargo, dudaban, y dudaban sobre el verdadero significado de aquella historia de su Señor que había venido para llevarlos por el camino de la verdad y de la vida, haciéndose Él mismo el Camino para la salvación. Su obra salvadora culminaba con el envío del Espíritu Santo por el Padre, como la respuesta insuperable de su amor infinitamente misericordioso a la oblación de su Hijo amado en la Cruz. El don del Espíritu Santo era y es la respuesta de Dios que nos ama infinitamente y que nos quiere salvar definitivamente. En el don del Espíritu Santo se expresaba de modo insuperable el triunfo de su obra salvadora para el hombre necesitado de un amor misericordioso ilimitado, para poder vencer a la muerte: del alma y del cuerpo. Desde el trasfondo del Misterio salvador, se desvelaba el triunfo de Dios: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: ¡el triunfo de la Santísima Trinidad!

Conocer la Verdad de Dios es una cuestión vital para el hombre. Re-conocerla, si se la ha olvidado voluntaria o ¿involuntariamente? y, con mucha mayor razón, si se la ha negado, es de una decisiva importancia para su presente y su futuro: un presente y un futuro donde la esperanza de la salvación -esperanza del bien temporal y eterno- se haga realidad viva y operante en la vida de las personas, de las sociedades y de toda la familia humana.

El Concilio Vaticano II sostenía que «muchos de nuestros contemporáneos (el texto conciliar es del lejano año 1965) no perciben de ninguna manera esta unión interna y vital con Dios, o la rechazan explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los problemas más graves de esta época y debe ser sometido a un examen especialmente atento» (Constitución Gaudium et spes, 19). Si el diagnóstico del Concilio se refería directamente a la segunda mitad del siglo XX, ¿puede hoy alguien seriamente negarle actualidad, más aún, no debería de ser considerado como un certero reflejo de la realidad social, cultural y espiritual de nuestros días, del hombre y de las sociedades del primer tercio del siglo XXI? La respuesta no admite duda: el No a Dios de nuestros contemporáneos es un No difundido y militantemente profesado privada y públicamente. Aunque también haya que afirmar, por contraste evidente (ahí están las Jornadas Mundiales de la Juventud como prueba irrefutable), que el a Dios está vivo, hondamente vivo, en las almas y en las conductas personales y sociales de muchos -quizá, de la inmensa mayoría de los hombres que han emprendido juntos la historia del tercer milenio después de Cristo- y, muy notoriamente, de las nuevas generaciones. El rumor que no muere, el rumor de Dios, del que habla uno de los filósofos más lúcidos de nuestro tiempo, Robert Spaemann, sigue envolviendo la historia actual del hombre y del mundo como la llamada más poderosa que conduce al de la verdad, del amor verdadero y de la vida. Necesidad sentida por el hombre de todos los tiempos en lo más íntimo de sus entrañas. ¡También por los hombres de nuestro tiempo! Luminosa y extraordinariamente reveladora de ese estado de ánimo de nuestros contemporáneos respecto a la verdad de Dios es la historia de un grafitti, en el que se escribe: «Dios está muerto (Gott ist tot): Nietzsche»; y al que un paseante le añade por debajo: «Nietzsche está muerto (Nietzsche ist tot): Dios».

¡Testigos del Dios vivo!

Los apóstoles, después de Pentecostés, salieron por todo el mundo a anunciar el Evangelio, la Buena Noticia de Dios, de Dios que ha creado por amor todo lo que existe y que, movido todavía por un amor más grande, un amor infinitamente misericordioso, lo ha redimido. Ha redimido al hombre de la esclavitud del pecado y de la muerte y, con él, ha liberado a toda la creación. El eco del aquel anuncio apostólico, fruto del don del Espíritu Santo, ha resonado desde entonces hasta hoy por el ministerio de la Palabra de sus sucesores y el testimonio de todos los creyentes en todos los confines de la tierra. Nuestro primer y más urgente deber como pastores y fieles de la Iglesia es ser Testigos del Dios vivo. Pastores y fieles de la Iglesia convocada para mantener vigorosa y misioneramente vivo el anuncio de la Buena Nueva para nuestros hermanos de dentro y de fuera de la comunión eclesial, en la que viven y de la que viven los discípulos del Señor Jesucristo. Sólo así podremos evangelizar. Sólo así, destacando lo que es el corazón del Evangelio -la Verdad de Dios Creador y Redentor-, la evangelización de nuestros viejos países de raíces cristianas florecerá: ¡vendrá un tiempo de una nueva conversión al Evangelio!

Muchas son las comunidades de vida contemplativa extendidas por el mundo que, con su oración silenciosa y su adoración a la Santísima Trinidad en la presencia de Jesucristo sacramentado, evangelizan, y nos alientan y sostienen en esa ingente tarea misionera de la verdadera y fructuosa evangelización. El Papa Francisco nos lo recuerda: «Sin momentos detenidos de oración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración…» (Evangelii gaudium, 262). La Santísima Virgen guardó maternalmente a la Iglesia en oración desde el día de su salida apostólica al mundo en el primer Pentecostés cristiano. A ella le pedimos que nos guarde también en esta hora tan delicada por la que atraviesa el mundo. Y que nos impulse con la fuerza del Espíritu Santo a amar apasionadamente a su Divino Hijo y a llevar este amor a nuestros hermanos, especialmente a los más pobres.