Por el amor más grande - Alfa y Omega

Por el amor más grande

Colaborador

La semana pasada, en el viaje de regreso a Roma desde Tel Aviv, preguntaron al Papa sobre el celibato sacerdotal. Algunos medios interpretaron la respuesta de forma interesada. Sin embargo, el Papa Francisco no dijo nada distinto a lo que la Iglesia católica ha dicho siempre, que el celibato es una norma de la Iglesia y no un «un dogma de fe, por lo que la puerta siempre está abierta». Y así es, ya que la disciplina del celibato comienza a implantarse en la Iglesia a partir del siglo cuarto, en el Concilio de Elvira (actual Granada), y poco a poco se extiende a toda la Iglesia hasta convertirse en una norma general para todos los ordenados.

Algunos han querido ver en esta norma algo puramente disciplinar, incluso contrario al Nuevo Testamento, donde nos encontramos textos de san Pablo que dicen que el obispo sea hombre de una sola mujer y buen padre de familia (1Tim 3, 4-5). Sin embargo, olvidan que el apóstol hace referencia a hombres casados que reciben la ordenación sacerdotal, como hace la Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica oriental, y no sacerdotes que se casan. También omiten que el mismo san Pablo habla de la virginidad como lo mejor para que el hombre se ocupe sólo de las cosas de Dios (1Co 7, 32-34). Y Jesús habla de los eunucos por el Reino de los cielos (Mt 19, 12).

Hay, además, un dato interesante. Tanto el Señor, en el texto de Mateo, como san Pablo, en la carta a los Corintios, ponen en relación el celibato y el matrimonio. El matrimonio, al igual que el sacerdocio, es una consagración. En el primer caso, el hombre se entrega a la mujer en cuerpo y alma, y viceversa, de tal forma que esa unión se convierte en manifestación del amor creador de Dios. En el caso del sacerdote, el celibato, como don de Dios que es, expresa también una consagración, porque es la entrega a un amor más grande, que es el amor de Dios. Mientras que en el hombre casado ese amor pasa y se concreta en una persona, la esposa, en el caso del célibe ese amor lo vincula directamente con Dios, de tal forma que, en su vida consagrada, se pone de manifiesto el amor de Cristo por su esposa la Iglesia.

Por otra parte, en un mundo secularizado, en el que se ha banalizado la sexualidad, las relaciones entre el hombre y la mujer son tan efímeras y donde la fidelidad y la entrega no tienen cabida, las personas célibes, mediante la consagración de su cuerpo, se convierten en testigos del amor más grande, que es el amor de Dios manifestado en Jesucristo.

Andrés Martínez Esteban