Un misil de oración en la línea de flotación del enemigo - Alfa y Omega

Un misil de oración en la línea de flotación del enemigo

¿Por qué abrir un convento de clausura entre bases militares de un país en guerra? ¿Y donde a la gente le falta el pan y el techo? ¿Y donde los obispos son encarcelados por su fidelidad a Roma? ¿Por qué la Iglesia celebra este domingo la Jornada Pro Orantibus para pedir vocaciones contemplativas? ¿Se puede evangelizar sin tener contacto con el exterior, como propone el lema de este año, Evangelizamos orando? Tres historias de Corea, Mozambique y China, rescatadas entre otras muchas, ilustran las respuestas

José Antonio Méndez
Fotografía del cartel de la Conferencia Episcopal Española que anuncia la Jornada Pro Orántibus 2014, bajo el lema Evangelizamos orando

Uiejeongbu, provincia de Gyeonggi, a 20 kilómetros de Seúl, en Corea del Sur: la ciudad es una de las más próximas a la complicadísima frontera norcoreana, e incontables bases militares separan a sus ciudadanos de sus vecinos del Norte. Incontables literalmente, pues los puestos de vigilancia son secreto de Estado. La alerta es constante porque en Corea, en rigor, no ha acabado la guerra: sólo hay un acuerdo de Alto el fuego, y por eso no cesan las provocaciones desde Piongyang. La paz está siempre bajo amenaza y las heridas del conflicto no acaban de cicatrizar en el corazón de los surcoreanos.

Desde hace tres años, los militares que custodian los pasos fronterizos de Uiejeongbu reciben una visita harto singular. Cada tres o cuatro días, varias monjas colombianas de la Orden de la Visitación (salesas) atraviesan cinco bases militares en dirección al Norte, saludando sonrientes a los oficiales, para ir hasta el pequeño terreno de montaña en el que están construyendo el convento que ha de alojarlas. Será el primer monasterio de clausura de la diócesis, uno de los pocos que hay en el país, y estará ubicado justo en mitad de la frontera.

Pero ¿cómo han acabado cinco salesas colombianas en el Paralelo 38? La Madre Ángela Mercedes, superiora de la comunidad, explica que «sólo respondimos a la llamada de Dios que, a través de san Juan Pablo II, nos invitaba a salir a evangelizar desde nuestro carisma de clausura». La ocasión llegó con una carambola de peticiones de obispos, religiosos y religiosas, que vino a concluir, en 2006, cuando aterrizaron en Seúl. A partir de ese momento, y acompañadas de una salesa coreana, empezó para ellas un cúmulo inabarcable de peripecias, que «nos llevó a recorrer durante tres años toda la frontera entre las dos Coreas, en busca de un lugar donde abrir el monasterio». Sin embargo, «como aquí hay muy poco espacio, los terrenos y los materiales de construcción son muy, muy costosos, y nunca encontrábamos el lugar adecuado». Algo que, quizás, haya sido uno de los episodios más providenciales de su misión: «Cada vez que viajábamos de un pueblo a otro -explica la Madre-, íbamos a la frontera, buscábamos un terreno, y cuando nos convencíamos de que no podíamos pagarlo, enterrábamos allí un Detente, con la advocación y la protección del Sagrado Corazón de Jesús, y le decíamos: Señor, si quieres que volvamos aquí, volveremos. Pero Tú sí que te quedas». Así, en tres años, en la Corea rota por la guerra, la violencia y el odio, «hemos sembrado la frontera entre el Norte y el Sur con los Detentes y las estampas del Corazón misericordioso de Cristo».

Un grupo de la comunidad de clarisas en Zimbawe, en el momento del coro

Para ayudar a financiar el monasterio, el Fondo Nueva Evangelización, de la Conferencia Episcopal Española, acaba de aprobar una ayuda de 20.000 euros, pero aún falta mucho más. Desde España, por cierto, se puede ayudar canalizando los donativos a través del convento de salesas de Burgos (teléfono: 947 201 335). De momento, y hasta que el convento esté finalizado, las seis religiosas «vivimos en un piso muy pequeño, que sólo tiene dos habitaciones, el saloncito y la cocina. Aquí tenemos la capilla, el comedor, el taller (donde hacemos rosarios, estampas, cuadros del Sagrado Corazón, lámparas con los Sagrados Corazones, manteles, dulces…), aquí viene un franciscano a enseñarnos coreano poco a poco… ¡todo!». Esta falta de intimidad «y de espacio personal para rezar y recogerse, es duro para cualquiera, pero para una monja de clausura quizás sea más difícil. Además, tenemos que romper la clausura para poder ir a misa a una parroquia vecina, y ése es el sacrificio más grande. Pero todas nuestras fatigas, angustias y sufrimientos se los ofrecemos al Señor en el sagrario. Él hace que nuestra entrega, nuestros silencios y nuestra sencillez de vida sean luz para otros; Él hace que nada se pierda y le pedimos que dé muchos frutos de paz y misericordia en el corazón de este pueblo y en el de los hermanos del Norte», dice la Madre.

Un ejército…, de santidad

Esos hermanos del Norte son los que, si pudieran, las eliminarían del mapa, y los que amenazan la vida de los surcoreanos. Pero la Madre Ángela Mercedes explica que «ellos ocupan el primer puesto en nuestra oración, junto a nuestros benefactores. En el corazón de una madre, el hijo díscolo ocupa más espacio: ¿Qué voy a hacer con él? ¿Cómo puedo ayudarle? A nosotras nos pasa lo mismo: los norcoreanos son hermanos que necesitan mucha oración, porque no alcanzan a dimensionar el mal que se producen a sí mismos y al pueblo. Gastan su dinero en armas y se mueren de hambre; les faltan muchísimas cosas básicas porque, sobre todo, les falta la fe». Dentro de poco, cuando gracias a su convento haya un sagrario entre las dos Coreas y una comunidad intercediendo día y noche por ambas, «la oración y los esfuerzos traspasarán las fronteras, el Señor llevará su alegría con el abrazo de la cruz, y podremos ayudarle a poner su Luz en el corazón de las personas que tanto lo necesitan, y la fuerza en el ánimo de los misioneros de vida activa». Su obispo las llama mi pequeño ejército porque, desde su clausura, lanzan un misil de oración en la línea de flotación del enemigo, el diablo.

Las salesas de Corea trabajan en su salón-comedor-taller-capítulo-capilla

De Seúl, a Maputo

A 12.000 kilómetros de distancia de Uiejeongbu está Namaacha, un territorio de Mozambique, a 80 kilómetros de la capital, Maputo, rodeado de desierto y en mitad de la nada. De allí acaban de regresar la Madre Ignacia María y sor María Mercedes, dos clarisas que viven su clausura en el convento de Santo Domingo, en Soria, donde las hijas de santa Clara tienen el privilegio de la Adoración eucarística permanente. Y allí acaban de rubricar uno de los últimos capítulos de una historia «que empezó hace 2.000 años con 12 desarrapados de Judea, siguió hace 800 años con una mujer en el pequeño pueblo de Asís, y llega hoy al sur de África», en palabras de sor María Mercedes.

Fue hace 30 años cuando un grupo de clarisas de Soria llegaron al vecino país de Zimbawe, donde no existía vida contemplativa. Los obispos habían pedido vocaciones de clausura a los misioneros franciscanos, y ellos cursaron la petición hasta ellas. Al poco de llegar a Zimbawe, su devoción eucarística y su entrega a Dios en la pobreza, el silencio y la oración por los demás, tocaron el corazón de una joven mozambicana que vivía en Harare, la capital zimbawense, y que terminó por entrar en la Orden. Su Superiora la envió a formarse en España, donde, hace un par de años, llegó una nueva petición de África, esta vez de su Mozambique natal: los obispos necesitaban más contemplativas, «para sostener la enorme labor evangelizadora que el país necesita», dice la Madre Ignacia. Así surgió el proyecto de abrir el recién estrenado convento en Namaacha, «una zona muy pobre a la que el Señor nos manda para ser como la raíz del árbol que, sin que nadie la vea, transmite la vida, que es Cristo, a todas las ramas», explica. Por ahora, hay 5 religiosas, dos africanas y tres españolas, y una joven nativa, Anaica, que está haciendo la experiencia vocacional con ellas.

Ahora bien. Si Namaacha es tan pobre, ¿por qué los obispos no piden más misioneros o más fondos, sino más monjas de clausura? ¿No sería mejor crear pozos, hospitales, escuelas o iglesias desde las que evangelizar? Sor María Mercedes explica que «la vida religiosa bombea la sangre de la Iglesia. Sin la oración, el apóstol no tendría fuerza para anunciar el Evangelio; somos la fuerza que intercede, la mediación que pide a Dios que dé la vida y la distribuya como quiera, para que la Palabra pueda ser anunciada; los ancianos, acogidos; los niños, educados; los enfermos, cuidados; las familias, acompañadas…».

Para poder ir a Misa, las salesas de Corea tienen que salir de su clausura

Además, su sola vida es un testimonio de entrega que, en África, se ve con especial dedicación: «Allí están aún las cicatrices de la esclavitud, la explotación y la injusticia. Por eso, cuando nuestra comunidad lleva y vive la vida de Jesucristo, es testimonio del amor de Dios por sus hijos. Y no hay nada que nos haga más iguales que su amor misericordioso: tenemos un mismo Padre, así que todos somos hermanos, negros o blancos, y eso se ve muy claramente en el convento y en nuestra vida fraterna», concluye sor María Mercedes. Porque, definitivamente, también se puede ser misionero de rodillas.

Por primera vez desde Mao

Volvemos a Asia. Por primera vez desde el triunfo de la revolución comunista en China, en 1949, el régimen de Pekín acaba de autorizar la apertura de un monasterio de clausura. Ha sido en la región de Shanxi, y para tres religiosas agustinas: sor María Niu Shufen -fundadora y priora-, sor Shi Kemin y sor Wang Li. Después de muchísimas gestiones y de la mediación del Cultural Exchange with China (CEC), una entidad británica ligada a la Orden misionera inglesa de San Columbano, el Gobierno chino ha dado su visto bueno, aunque sólo porque el edificio será también asilo de ancianos, hospital infantil y centro social. La Iglesia local, sin embargo, ha celebrado como un triunfo histórico el que, en una parte del edificio, casi de forma alegal, tres monjas puedan dedicarse por completo a la oración, a la intercesión ante Dios y a la adoración al Santísimo. De hecho, el boca a boca entre los católicos llevó a que, a la inauguración del edificio, el pasado 1 de mayo, fueran casi 1.700 personas de ocho diócesis distintas, e incluso 4 bandas de música, lo que levantó las suspicacias del Delegado Local del Partido y del Responsable de Relaciones con las Religiones, que habían ido para cantar las bondades del sistema estalinista, poniendo el acento, claro, en la labor social del centro.

Las clarisas de Namaacha, con Anaica

El fruto del aislamiento

La noche anterior, con gran discreción, dos obispos de diócesis vecinas consagraban con una Misa las dependencias de la clausura. Al pastor diocesano, monseñor Wang Jis, de 90 años, no se le permitió ir, pero se unió en la oración e hizo llegar por carta la bendición del Papa Francisco. Y aunque monseñor Wang no ha podido expresarlo públicamente -sus movimientos son supervisados por el régimen-, cabe suponer su emoción, pues él mismo pasó más de 20 años en prisión por ser fiel a la Iglesia católica, y la idea de abrir el monasterio surgió en su corazón durante los más de diez que pasó en régimen de total aislamiento. Fue entonces, como dice sor María Niu Shufen al CEC, «cuando comprendió la vida contemplativa como un regalo de Dios». Ella ha sido, junto al obispo, la gran promotora del convento -bautizado como Jardín de San Agustín-, aunque descubrió su vocación mientras vivía en Gran Bretaña. Allí entró en la Orden agustina, se puso en contacto con el CEC y viajó a su país natal para erigir la primera clausura desde la que el amor de Dios pueda irradiarse por el gigante asiático. Quizás, si algún comisario del Partido hubiera reparado en las consecuencias que puede tener esta «ventana abierta al cielo», las trabas hubieran sido mayores, pues, como dice sor María Niu Shufen, «el monasterio no es fruto de mi trabajo, sino del trabajo de Dios. Él se ocupa de todo, desde lo más pequeño hasta lo más grande». Y aunque China es grande, más lo es el amor de Dios…