Un film de la propia identidad - Alfa y Omega

Un film de la propia identidad

Tras su éxito en Francia, se estrena Ida, del polaco Pawel Pawlikowski. Ambientada en la Polonia comunista, nos cuenta la historia de Ida, una joven novicia que llegó al convento cuando era bebé, y ahora le llega el momento de su profesión perpetua. La superiora le ordena que, antes de dar ese paso, salga del convento y pase unos días junto a Wanda, una tía suya, amargada y compleja, a la que desconoce por completo. La convivencia con Wanda revelará las graves razones por las que la Superiora tomó esa decisión. Ida tendrá que replantearse su vida desde los cimientos

Juan Orellana
El director de Ida, Pawel Pawlikowski

Si la famosa cinta de Zinemmann con Audrey Hepburn, Historia de una monja, nos narraba los avatares que finalmente llevaban a la Hermana Lucas a abandonar el convento, aquí ocurre lo contrario. La Hermana Anna, llamada en el siglo Ida, tendrá que poner a prueba todas sus certezas para retomarlas de una forma más madura y consciente. Una interesante historia sobre la capacidad de la fe de integrar el propio pasado. Hablamos con el director de la película, Pawel Pawlikowski.

¿Por qué se le ocurrió esta historia?
La película tiene un origen diverso. Por un lado, quería hacer una película ambientada en la Polonia de los años sesenta, un paisaje que significa mucho para mí porque es el paisaje de mi infancia. Por otro lado, quería hacer un film sobre la propia identidad: qué es lo que hace que seamos católicos, polacos…; o, en fin, lo que seamos. En tercer lugar, deseaba filmar una obra sobre la fe, ¿es algo social, trascendente, tribal…? ¿Qué es? Por último, me gustaba reflexionar sobre la música y otras muchas cosas que están en el film.

¿Se puede entender el film como una metáfora sobre Europa (sólo se puede tener identidad si se camina desde las propias raíces)?
Mi intención no era que fuese metafórico. Si se puede entender en esa clave, está bien, pero no era mi propósito. Yo quería hacer una película sobre personajes muy concretos, muy específicos, que no aspiran a simbolizar nada. Son demasiado complejos para ello. Polonia también es un país complicado, traumatizado por la guerra, por el estalinismo y su estado policial, pero a la vez lleno de deseos, de vitalidad.

Su cuidado de los encuadres y su puesta en escena meticulosa recuerdan a Dreyer, a Bergman, a Tarkovski. ¿Por qué se subraya tanto la diferencia entre el cielo y la tierra…?
Yo no he visto en ninguno de esos grandes maestros el tipo de encuadre que yo he utilizado. Mi primera decisión fue usar Blanco y Negro y no desplazar la cámara, sino que la película tuviera encuadres fijos, muy fotográficos, donde cada escena fuera una fotografía. Quería que cada plano estuviera tan cargado emocionalmente como la propia interpretación de los actores. La siguiente decisión fue rodar en un formato 4 por 3, en el que no hay paisajes horizontales, pero sí los puede haber verticales. En un momento determinado en que hice un contrapicado, me di cuenta de la cantidad de aire que había sobre los personajes, y vi que era bueno, interesante, y quise experimentar con ello. Fue una decisión más intuitiva que intelectual. Lo que me gustó es que los personajes parecían perdidos en ese espacio vertical en el que se sugiere que falta algo. Ese espacio se puede interpretar como el mundo del cielo —la trascendencia—, como el vacío o la nada…, incluso un escritor judío decía que se refiere a todos los millones de judíos que murieron y que están ahí arriba. Estas interpretaciones no se corresponden con mi intención, pero me parece que pueden ser válidas.

Cuando se filma con muy pocos elementos, de forma minimalista, cada decisión que uno toma resuena con mayor fuerza. No se trata de transposiciones intelectuales, sino de hacer como en un poema, en el que cambiar un pequeño detalle puede cumplir una gran función. Lo mismo ocurre con los diálogos. En mi guión hay diálogos muy poco desarrollados, porque cuanto más explicas las cosas, menor resonancia tienen. Por ejemplo, para la escena en la que el asesino cava la tumba y reconoce su crimen, yo había escrito tres frases más, pero así se rompía la música de la secuencia, la resonancia de la escena. Opté por la sugerencia sobre la explicación. Eso puede frustrar a algunos espectadores, pero hará felices a otros.

En la película se da mucha importancia a la música…
En mi película, la música no está para hacer subrayados emocionales, sino que irrumpe como un personaje más, es otro factor más del paisaje. Se crea un contraste entre el ambiente frío, austero, duro… del estalinismo y la música más dinámica, alegre o melancólica de las canciones y del jazz. La pieza Naima, de Coltrane, es como una meditación religiosa; para Ida es el punto de conexión espiritual con el músico del film, suponía un universo musical que Ida jamás había oído antes. Un universo musical que le supera y enamora. La otra pieza de Coltrane, Equinox, entra como fuerza de vitalidad y juventud y sirve para barrer los acordes de la Internacional que oímos en el entierro. Por poner otro ejemplo, el uso narrativo del primer movimiento de la Sinfonía Júpiter, de Mozart, es lo que da energía continuamente a Wanda, como si fuera una droga. En cambio, la música coral de Bach del final, triste pero serena, es extranarrativa, para subrayar un cambio de perspectiva, más metafísica. También cambia el estilo visual, y ahí empleo la cámara en mano.

¿Cuáles son sus referencias cinematográficas?
Yo crecí con el western, pero sobre todo con el cine independiente americano de los setenta, los primeros Malick, Scorsese… Pero también Bresson, Dreyer, Fellini, la nueva ola checa, con el primer Milos Forman…, cualquier director que buscara y encontrara su propia forma de percibir el mundo me interesa. Pero no he tratado de imitar a nadie.