No sabéis por qué me matáis - Alfa y Omega

No sabéis por qué me matáis

Este texto de Bernanos sobre Maeztu apareció en Le Figaro Litteraire, el 12 de noviembre de 1936. A nuestro conocimiento, nunca había sido traducido ni editado en castellano hasta 1995, de la mano de Alfa y Omega en su primera etapa. Sorprendentemente, había sido omitido en la edición de Obras Completas de Bernanos. Bibliothèque de la Pléiade (Ensayos y Escritos de Combate, vol. I), que reúne los artículos de Bernanos de 1909 a 1936

Colaborador
Ramiro de Maeztu

El pensamiento de Maeztu, de una inspiración tan entera y puramente española, es uno de esos pocos que, trascendiéndose a sí mismos, deberían unir y no dividir, porque son liberadores. Una fuerza tan grande de liberación está lejos de haber agotado su virtud.

Pero es natural que la ignorancia y el odio —¡por desgracia, son los dos la misma cosa!— hayan creído destruirlo al mismo tiempo que destruían el cerebro que lo había concebido. La muerte de Maeztu honra a todo hombre que piensa, esto es, a todo hombre que valora su pensamiento mil veces más que su vida. Pero en la misma medida en que esta muerte pone el último sello, el sello del sacrificio supremo, a una obra consagrada por entero a la gloria de España y de la hispanidad, puede decirse que esta muerte honra también, a pesar de sí mismos, a los españoles extraviados bajo cuyas balas el ilustre maestro acaba de caer.

Georges Bernanos

El homenaje que hoy rindo a su memoria es el de un monárquico francés. El escritor que ha mantenido tan altos los colores de su país no se extrañará de que venga a saludar su tumba bajo los pliegues de mi propia bandera. Uno de sus pensamientos principales es que todo lo que la hispanidad ha perdido durante la larga rivalidad de las dinastías de Francia y España, se ha perdido a expensas de una cultura totalmente extraña a nuestros dos pueblos, de esa civilización anglogermana cuya expresión moral es el protestantismo. Muchos franceses comparten hoy esta opinión, y comprenden que, a pesar del efímero esplendor del siglo de Luis XIV, el siglo siguiente no ha sido el de Voltaire, sino el de Locke, el de Condillac y el de la filosofía sensualista.

La grandeza de España

Sí, Maeztu; Europa necesita a España, a Europa le hace falta una España grande. El insigne y trágico destino de España es que España no se halla a sí misma sino en la grandeza, porque si es verdad que soporta admirablemente la pobreza, la humillación le es más funesta que a ninguna otra nación. Y la primera, si no la única, condición de su grandeza es esa unidad espiritual que trata de reconquistar, desde que la perdió, por el fuego y por las armas, arriesgando incluso su existencia. Arriesgando su existencia temporal, porque como escribe el autor de Defensa de la hispanidad, «la Patria es espíritu». Y añade estas palabras admirables, que, a mi modo de ver, constituyen lo esencial del mensaje que el mundo moderno, destrozado por odios elementales, puede esperar hoy de la gran nación ecuménica de los Vitoria y los Suárez: «Hombres educados en una religión que nos enseña que Dios es amor, no pueden rendir homenaje a una Patria que todo lo exige sin dar nada. Vivamos, pues, para la gloria y la inmortalidad de la Patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena».

Se habla un poco en todas partes, en Europa, de crisis del humanismo. Pero ¿de qué humanismo? Le corresponde a España el honor de haber mantenido en el siglo XVI, frente a un Renacimiento francés e italiano borracho de paganismo, la noción cristiana del hombre. Al hacer del hombre la medida de todas las cosas, el paganismo renacentista debía conducir a la horrible contradicción de esclavizar el hombre a las cosas. Como escribe Maeztu, el dogma del pecado original, inseparable del de la Redención, es como la carta de la igualdad sobrenatural de los miembros del género humano: «No hay pecados que no puedan redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo». El materialismo puede presumir de hacer del hombre un dios. Pero es para entregarlo al Estado, dios superior, dios colectivo, el único dios de los hombres sin Dios.

La única desgracia de las revoluciones no es la de prodigar las vidas humanas. «¡Vaya! -decía san Agustín sobre las murallas de Hipona sitiada por los bárbaros-, ¿acaso es un espectáculo tan extraño el ver caer piedras y vigas, el ver morir a hombres mortales?» La peor desgracia de los revolucionarios es el matar estúpidamente. Tal vez el último pensamiento del ilustre teórico del humanismo español, frente al pelotón de ejecución, haya sido éste: «Me matáis, pero no sabéis por qué me matáis. Yo sí lo sé. Yo caigo para que vuestros hijos sean mejores que vosotros». ¡Que Dios nos conceda una muerte semejante!

Palma de Mallorca, 30 de octubre de 1936

Georges Bernanos