La violación de mujeres (sí, también monjas) es un arma de guerra - Alfa y Omega

La violación de mujeres (sí, también monjas) es un arma de guerra

Durante sus 15 años en campos refugiados de África y países en conflicto, la vedruna Covadonga Orejas ha ayudado a infinidad de mujeres –religiosas y laicas– a sanar sus heridas. «No somos una Iglesia aparte, vivimos lo que vive la gente, porque nuestra idea de misión no es estar detrás de un muro, sino en los barrios. Y llega un momento en que pagas las consecuencias». Frente a la violencia sexual, afirma, se necesitan «cauces para afrontar estos problemas». Y lo primero es «romper el silencio». «No somos menores de edad, no hay nada que tengamos que dejar escondido»

Ricardo Benjumea
«Los niños refugiados –cuenta Orejas– nos regalaban sonrisas que nos levantaban el ánimo por sorpresa». Foto: Covadonga Orejas

«Yo nunca había estado delante de una víctima de violación hasta que me encontré en un campo de refugiados donde prácticamente todas las mujeres la habían sufrido. Comprendí que es cierto que la violación es un arma de guerra. Se combate cuerpo a cuerpo, avanzando metros, invadiendo territorio, arrasando comunidades enteras… Y los chicos que se alistan reciben como botín todo aquello que puedan arramplar, incluyendo a mujeres».

La carmelita vedruna Covadonga Orejas (Oviedo, 1967) está todavía en proceso de readaptación después de 15 años como misionera en varios países de África occidental y central, trabajando entre otras cosas junto al Servicio Jesuita a Refugiados (SJR) con personas desplazadas por los conflictos de Liberia, Costa de Marfil o el este del Congo.

Una de las lecciones que se le ha quedado grabada a fuego es que «debemos aprender a escuchar y a acompañar esos traumas. De lo contrario, la persona se queda marcada y la violencia termina multiplicándose, saliendo a flote de una manera u otra», asegura la religiosa, que en 2014 fue el rostro de la campaña de Manos Unidas, y hoy es una de las fundadoras y responsables de la nueva asociación Betania, que ofrece acompañamiento y terapia a víctimas de abusos sexuales en entornos eclesiales en España.

Covadonga Orejas, en una reunión en la «sala multiusos» del campo de refugiados liberianos. Foto: Covadonga Orejas

Nadie está a salvo

En el campo de refugiados, recuerda, buena parte de su trabajo consistía «simplemente en escuchar». Su tienda estaba siempre abierta y por ella continuamente desfilaban personas, sobre todo mujeres, que arrastraban profundas heridas. De forma especial le marcó la visita de un grupo de educadoras que ayudaban al SJR en programas en el campo. Querían ayudar a otras mujeres pero antes necesitaban afrontar su propia realidad. «Vinieron a pedirnos: “Queremos ayuda para aguantar lo que hemos vivido”».

Nadie está a salvo. Tampoco las religiosas que trabajan al pie del cañón en zonas de conflicto. La imagen del misionero como una especie de superhéroe invulnerable a las fatigas y peligros del entorno distorsiona la realidad. «No somos una Iglesia aparte, vivimos lo que vive la gente, porque nuestra idea de misión no es estar detrás de un muro, sino en los barrios. Y llega un momento en que pagas las consecuencias», explica Orejas.

También influye la opción de la Iglesia por la justicia, que jamás será del agrado de dictadores ni señores de la guerra. «Cuando los documentos del Vaticano o los obispos toman la delantera y se atreven a denunciar determinadas situaciones, el resultado es una Iglesia más profética y más libre, pero eso también tiene un precio muy grande».

Violaciones en masa, religiosas embarazadas… «Sabemos que todo eso está ahí», prosigue la misionera. Es un tema del que apenas ahora se está empezando a hablar. Ha estado escondido. En eso, lo mismo da África que Europa, vamos evolucionando igual que el resto de la sociedad: si una mujer de la generación de mi abuela nunca hubiera reconocido que la habían violado, tampoco una religiosa. Se consideraba que era parte del sacrificio que debía asumir».

«El silencio mata»

Hoy, sin embargo, «conocemos los efectos que tiene para la persona haber sido víctima de una violencia así», prosigue. De ahí el creciente consenso sobre la necesidad de «anticiparse y adquirir las herramientas para abordar estas situaciones si llegan a producirse. No hay que esperar a que lleguen las heridas».

Lo primero, en su caso, es «acompañar a la víctima, escucharla, ofrecerle unos cauces que faciliten que pueda denunciar. No siempre por medio de una denuncia judicial y pública, si todavía no está preparada».

Ahí reconoce la vedruna la dificultad añadida de afrontar los abusos cuando el agresor es un sacerdote u otro miembro de la Iglesia. «A todos nos cuesta reconocer que hay algo que no funciona en nuestra casa». Sin embargo, «debemos buscar cauces para afrontar estos problemas, caminando con el Evangelio y con la verdad por delante. Para sanar heridas no hay otra vía que romper el silencio».

«No somos menores de edad, no hay nada que tengamos que dejar escondido», añade. «Lo que necesitamos es incorporar los mejores cauces para resolver los problemas. El silencio mata. No hace más que ahondar en las heridas y provocar más mal, y permitir que los agresores sigan haciendo daño. Todo lo que podamos hacer por romper con esta cultura del silencio será liberador».

La niña de esta foto fue una de las participantes en un programa con refugiados liberianos para distinguir las discapacidades físicas de las secuelas psicológicas de la guerra. «Encontramos a muchos niños que no hablaban y no teníamos medios para saber si eran sordos, mudos o si, por el trauma, no conseguían articular palabra», cuenta Covadonga Orejas. «Encontramos entre las mujeres refugiadas una que era sorda y que conocía el lenguaje de signos. Había sido profesora en Monrovia y con ella abrimos un aula con lenguaje de signos. Ella puso en marcha justo lo que necesitábamos para ayudarlos a comunicarse. Al mismo tiempo detectamos a un grupo de gente que no veía. La ONCE nos facilitó materiales para que aprendieran braille. Unos 20 en el primer caso y otros tantos en el segundo. Sus vidas cambiaron radicalmente».

Un plan pionero de prevención de los abusos en las escuelas de Togo

Covadonga Orejas ha visto mucha miseria en los campos de refugiados de África, pero en su trabajo con otros misioneros y cooperantes también ha sido testigo de que «el ser humano es mucho más fuerte de lo que se cree cuando se enfrenta a la prueba». Por lo general, «no aguantan por ellos mismos, sino por sus hijos, por la próxima generación».

Entretanto, «intentábamos crear vida en el campo: había educación, cultura, actividades económicas…». Todos nuestros programas incorporaban aspectos como «la igualdad de género», que «no es lo normal en estas sociedades tan tradicionales». Es «una manera de aprovechar el tiempo, provocar una reflexión sobre otra forma de vivir, en igualdad las mujeres y los hombres, que en absoluto es incompatible con sus valores fundamentales».

La experiencia acumulada, añadida al trabajo de la congregación vedruna con víctimas de trata en varios países africanos, especialmente en Gabón, se ha volcado en el conjunto de la sociedad, a través de planes para combatir los abusos sexuales en la infancia y adolescencia. En Togo, tras llevar a cabo un programa en las escuelas católicas, «el Gobierno nos pidió que fuéramos a las escuelas públicas y elaboráramos un manual sobre cómo actuar en estos casos», cuenta la religiosa.

Fruto de ese acuerdo se ha ofrecido formación a los profesores. Y los alumnos han creado «clubes de protección», porque «para un niño es mucho más fácil contárselo a otro niño». Lo esencial, en todo caso, es que «ahora saben a quién tienen que dirigirse, a quién pueden acudir. Y los profesores saben también cómo reaccionar, en lugar de seguir en la cultura del silencio, por solidaridad con el compañero, por miedo o por no saber simplemente que estas conductas están penadas por la ley».

La formación se ha extendido a policías, jueces y otros funcionarios de Togo. E incluso se ha puesto en marcha una línea telefónica de atención gratuita, lo que ha hecho que se disparen las denuncias. Para los casos que lo requieren, la congregación dispone de una residencia.

Los impulsores del programa creen, sin embargo, que no es suficiente. «Este plan está funcionando bien en la capital, pero te alejas 20 kilómetros y es ya otro mundo», explica Covadonga Orejas. «Estamos trabajando ahora en un proyecto, con el apoyo de Manos Unidas, para irradiar estos procedimientos al interior del país», especialmente a las zonas de mayor pobreza, que son también las de mayor prevalencia de los abusos.

Cuando la violencia política se cuela en las comunidades religiosas

La violencia sexual no es la única que se cuela en el interior de la Iglesia. También la política. Como miembro del Equipo Ruaj, Covadonga Orejas ha visitado a numerosas comunidades de religiosas en distintos países de África para ofrecer mediación y acompañamiento comunitario, provocada en muchos casos por circunstancias ambientales que envenenan la convivencia interna.

Cita, a modo de ejemplo, la guerra de principios de 2000 en Costa de Marfil, que «afectó a muchas comunidades, con sus miembros identificándose con uno u otro bando». Una religiosa le reconoció: «Siempre hemos hablado de reconciliación, de misericordia…, pero se sobrentendía que éramos nosotras las que teníamos que ayudar a otros. ¿Y qué pasa en nuestras comunidades?».

Una parte del trabajo de Ruaj consiste en ofrecer formación en comunicación no violenta. «Hay todo un esquema para analizar los hechos y profundizar en los propios sentimientos, de modo que seamos capaces de identificar qué estamos provocando con nuestras posturas cuando hablamos con los demás: ¿estoy compartiendo un juicio personal, o estoy arrojando la bola de violencia sobre el otro? ¿Estoy animando al diálogo o enfrentando a las personas?». «Es importante tomar conciencia –prosigue– de que en una comunidad podemos tener puntos de vista diferentes, pero nuestra opción siempre debe ser por la paz».

¿Puede ser este modelo aplicable a situaciones como la que se vive hoy en algunos entornos en Cataluña? «¿Por qué no?», responde la religiosa. «Quizá dentro de unos años tendremos que hacer una lectura sobre cómo los religiosos hemos vivido esta realidad. Tal vez haya que dejar pasar todavía un tiempo. [La novela] Patria ha tardado en salir 50 años. Y conozco a personas que te dicen que todavía no están preparadas para leer este libro».