Las cartas de la Santa - Alfa y Omega

Teresa de Jesús, siempre animosa e infatigable en medio de la enfermedad y la fatiga, escribe cartas. El Beato Juan de Palafox, obispo de Osma, hombre de espiritualidad acrisolada, al comentar algunas de ellas, llega a la evidencia de que no hay nadie que lea los escritos de la Santa y «no busque luego a Dios».

Las cartas, ya sean confidencias personales como fundadora u orientaciones espirituales a sus monjas, nos descubren la extraordinaria energía y capacidad de organización de una mujer irrepetible que, fiel a lo que significa el lenguaje epistolar, habla directamente al corazón. En ellas hay una petición constante, a manera de signo de identidad y siembra en el Carmelo descalzo:

«Oración, oración, hermanas mías: y resplandezca ahora la humildad y la obediencia».

Incluso su arraigada afición a la lectura acaba en oración. Teresa es siempre sincera:

«Siempre tengo deseo de tener tiempo para leer, porque a esto he sido muy aficionada. Leo muy poco, porque en tomando el libro me recojo, y ansí se va la lección en oración».

Estamos ante una mujer que inspira respeto por la firmeza de su criterio:

«Cuando estoy en oración, y los días que ando quieta, y el pensamiento en Dios, aunque se junten cuantos letrados y santos hay en el mundo, y me diesen todos los tormentos imaginables, y yo quisiera creerlo, no me podrían hacer creer que esto es demonio».

Sólo desde esa afirmación de irrenunciable libertad personal se entiende su defensa de la libre actitud y personalidad propia de las monjas, sobre la que afirma:

«No sean vicarios de las monjas los confesores».

A la firmeza de su criterio se suma, naturalmente, la integridad de su conducta. Así encarece a su hermana Juana de Ahumada:

«Una cosa le pido por caridad, que no me quiera por provecho del mundo, sino para que le encomiende a Dios».

La Santa es consciente de lo que más importa. Así la unión de los cristianos, presupuesto de la unidad de la Iglesia. No cabe una lucidez más profética que cuando afirma:

«En tiempo que hay tan pocos cristianos, que se acaben unos a otros es gran desventura».

Llegado el año de su muerte, 1582, esta «mujer inquieta y andariega», como la había calificado, no sin un cierto recelo, el nuncio del Papa, sentencia lo que podría ser el lema de su aventura:

«Yo por ti y tú por mi vida».

Su vida aguardaba sólo el mandato de su Señor. Las cartas nos descubren el estilo, la entrega apasionada, de la espera.