Llama del cielo en la tierra - Alfa y Omega

Llama del cielo en la tierra

Jaime Noguera Tejedor

Lo dice en la página 6: y es un alegato. Mucho más que las memorias de un niño que logró escapar de la deportación y convertirse en el marinero que soñaba llegar a ser.

Toda la novela, larguísima porque no quieres que termine y te detienes cada vez que puedes, 142 páginas de dolor y de ternura, está marcada por ese alegato: un niño y su bellísima madre viven, que no sobreviven, en campos de deportados; amenazados con la cárcel, con el campo de concentración, con el orfanato, con ser asesinados, viven, a pesar de todo, sustentados por su fe, por su convencimiento de que Dios es el único que no les abandona, y por el reflejo de la luz que hay en la ingenuidad valiente de él, Pietia, y la hermosura y firmeza de su madre, Bella. La novela es un ir y venir del sinsentido de la barbarie comunista en Siberia –rencillas, envidias, ajustes de cuentas, mentiras, desilusiones, guerra al fondo, sinrazones de todo tipo–, al recuerdo de una libertad lejana, pero cada día más presente en los anhelos de las personas. El amor es lo único que puede florecer entre tanto dolor.

Pietia descubre el bien a través de sus amigos y en el rostro de su madre. Bella sabe que su hermosura es su fuerza y su refugio. Ambos trabajan de lo lindo, no sólo porque les obliguen, sino por sentido del ritmo de la vida. Y en ello habitan. La felicidad está en el punto de encuentro de la verdad, la bondad y la belleza. Y esas son las palancas con las que se cambian las marchas de esta novela: la capacidad de renunciar a lo que uno desea –un jersey a rayas, tabaco, un perfume–, la fe en Dios Padre y Creador, el cuidado con que se describen las galas de los artistas; la amistad que supera la camaradería, la búsqueda del fuego que hay en el interior de cada persona buena; la luz que ponen unas flores en una mesa sucia y oscura.

A la imprevisibilidad del mal, que aparece porque sí, se enfrenta la fuerza de la oración: «los comunistas no saben perdonar porque han desterrado la oración de sus vidas» (pág. 123). Un punto de excentricidad abre el campo de la ilusión en la que se sustenta la persona. Y, casi al final, un guiño a la poesía: el ebanista fabricante de ataúdes se llama Yevtushenko, el de las sonrisas, el de «corta flores y piensa/ en dónde las pondrás/ y cómprate un montón de vestidos bonitos». Ser feliz tiene que ver con hacer felices a los que te rodean, aun cuando vives entre la ciudad del sí y la ciudad del no.

Las nieves azules
Autor:

Piotr Bernadsky

Editorial:

Malpaso