Dios, si yo fuera Julen… - Alfa y Omega

Si yo fuera Julen, te diría Dios mío:

«¿Por qué me dejaste caer…? ¿Por qué quedé atrapado a setenta metros bajo tierra? ¿Por qué no detuviste mis pies? ¿Por qué me enterraste en vida? ¿Es que acaso no te importo, o no me quieres? ¿O no te importa el dolor de mis padres?

»A lo mejor tú no sabes, Dios, lo que es estar enterrado bajo tierra. Quizá no sabes la angustia de notar cómo te falta el aire, o no conoces el dolor de las heridas, o la confusión de la sangre, o el frío de la noche, o el hambre que te encoge las entrañas, o todo aquello que haya sido lo que me ha llevado hasta la muerte.

»Quizá no sepas, Dios, lo que sufre un padre al no poder hacer nada, su impotencia, la sensación de fracaso por no poder sacar a su hijo del pozo.

»Ni el dolor de mi madre, que ya perdió a mi hermano Óliver hace años. Y ahora yo… ¿Es que no lo ves, Dios mío, tú, de quien dicen que lo ves todo, lo conoces todo, lo penetras todo…? ¿No me veías ahí abajo, con toda esa tierra encima? ¿Qué te costaba venir a buscarme? ¿Era tan poco para ti?

»Y toda esa gente rezando, y trabajando, buscando sacarme, vivo o muerto. ¿Dónde estabas que no lo veías? ¿Por qué no te compadeciste? ¿Por qué no me salvaste?»

Si yo fuera Julen te diría, Dios mío, todas estas cosas. Y más todavía. Tanto dolor…

Pero si yo fuera Julen, también Dios mío te diría…

»a lo mejor tenías el corazón encogido cuando daba mis últimos pasos delante del pozo. A lo mejor no tuviste nada que ver. Quizá no podías hacer nada. Salvo esperar que no pasara nada.

»A lo mejor, Dios mío, rezaste por mí.

»A lo mejor se te encogió el alma, Dios mío, cuando bajaba por ese pozo tan rápido. Quizá para ti fueron horas. Quizá lo viviste a cámara lenta. Quizá dejaste de respirar. Quizá también te moriste un poco, Dios mío, cuando dejé de moverme. Quizá soltaste una lágrima. Quizá eras Tú el que lloraba en las lágrimas de mis padres. Quizá su dolor era el tuyo, Dios mío. Quizá tú también te sentiste solo, herido, lastimado.

»Quizá te sentiste huérfano, Dios mío.

»Quizá por eso me viniste a buscar. Se me paró el corazón pero se me encendió el alma. ¡Ahí estabas Tú! Por fin, habías venido. Ya estabas ahí, conmigo… Me rescataste y me sacaste, Dios mío. No te olvidaste. Sabías que estaba ahí y me viniste a buscar. Corriste hacia mí. Ya lo sabía, solo tenía que esperar. Un momento, y ya para siempre…

»No llores más, pequeño mío, mi Dios. Ya estoy aquí. Contigo. Ya no estás solo. ¿No ves que estoy bien? Qué bien que estamos juntos. Qué bonito este Cielo que me has preparado. Qué bonita esta fiesta de bienvenida. Tanta gente… ¡Cuánto me quieres Dios mío!

»Ya pasó todo, ya me olvidé de sufrir. Me olvidé del pozo. ¡Qué abrazos más grandes me das! Ahora cuida de mis padres, ¿vale? De mi familia, de toda esa gente. A lo mejor has estado ahí con ellos todos estos días, rezando y llorando, esperando y sufriendo. Con ellos. Por mí.

»Cuídales, ¿vale? Para que vengan con nosotros un día.

Y estar juntos.

Y descansar…».