«No veo la necesidad de cambiar los Acuerdos Iglesia-Estado» - Alfa y Omega

«No veo la necesidad de cambiar los Acuerdos Iglesia-Estado»

El exministro de Asuntos Exteriores Marcelino Oreja repasa para Alfa y Omega la gestación y actualidad de un texto que negoció y firmó hace 40 años

José María Ballester Esquivias
Marcelino Oreja, en un momento de la entrevista. Foto: José Luis Bonaño

La firma de los Acuerdos el 3 de enero de 1979, hace ahora 40 años, fue la culminación de un largo proceso que hunde sus raíces en el Concilio Vaticano II y en los nuevos vientos que proyectó, con especial fuerza en España. «Documentos como el decreto sobre libertad religiosa, la constitución Gaudium et spes y la Declaración sobre religiones no cristianas —recuerda Oreja— tuvieron un impacto de naturaleza directa, ya que no había en ese momento en España ni libertad religiosa, ni sindical, ni de información. Y todo ello bajo la cobertura de un régimen católico, consolidado en el Concordato de 1953, en el que sectores de la Iglesia y de la sociedad vieron la realización ideal tanto de la política desde el Evangelio como desde el Evangelio desde la política».

¿Cuáles fueron las principales dificultades que planteó en España la aplicación del Concilio?
La aplicación de las diversas constituciones y decretos fue problemática, pero lo fue sobre todo el decreto Christus Dominus que establece que «no se conceda en lo sucesivo nunca más a las autoridades civiles, ni derechos, ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal y se ruega a las autoridades civiles que tengan a bien a renunciar por su propia voluntad, de acuerdo con la Sede Apostólica, a esos derechos o privilegios de los que disfrutan por convenio o por costumbre». En consecuencia, en abril de 1968 Pablo VI solicitó al jefe del Estado la renuncia al privilegio de presentación.

¿Qué respondió Franco?
El 12 de junio de ese mismo año respondió que el antiguo derecho de presentación para las sedes episcopales de España fue modificado en su esencia por el Convenio de 1941, al transformarse en un verdadero sistema de negociación. Un cruce de cartas que pone de relieve una visión opuesta sobre la relaciones del Vaticano con España.

No eran las únicas divergencias.
Claro: en la sociedad española, y concretamente en medios eclesiásticos, se vivían momentos de conflicto derivados de los deseos de grupos sociales de ejercer plenamente los derechos de reunión y asociación. Ya fueran conventos, actuaciones de la Acción Católica, reuniones de la HOAC, actitudes de obispos o de jesuitas como el padre Llanos…, se creaban situaciones que disgustaban al Gobierno, que atribuía a la Santa Sede la responsabilidad de no tomar medidas para impedirlas o incluso le acusaba de alentarlas. La situación se hace cada vez más difícil para el embajador ante la Santa Sede, Antonio Garrigues, que en el otoño de 1972 pide su relevo.

¿A partir de ese momento empeoran las relaciones con Roma?
Sí. En enero de 1973 se produce una áspera entrevista entre Pablo VI y el ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López-Bravo. Después llegó el caso de monseñor Antonio Añoveros, obispo de Bilbao, que estuvo a punto de provocar la denuncia del Concordato por parte del Gobierno y la excomunión de este por parte de la Iglesia, si al obispo le hubieran obligado a subirse al avión que había enviado el Gobierno, por una homilía que pronunció. Esto se hizo, según parece, al margen de Franco. Fue una decisión del presidente del Gobierno.

Una vez muerto Franco, Arias Navarro sigue como presidente del Gobierno, y los nuevos ministros de Exteriores, José María de Areilza, y de Justicia, Antonio Garrigues, intentan relanzar las negociaciones. ¿Cómo transcurrió el primer almuerzo que celebraron Areilza y Garrigues con el nuncio?
Areilza planteó un modus operandi cuya primera fase consistía en cubrir las diócesis vacantes. Respecto de la cuestión de fondo, puso de manifiesto que, si el Concordato estaba superado, se debería establecer una cuestión de principios o acuerdo de índole general que definiese las posiciones respectivas de la Iglesia y el Estado. Al día siguiente, Areilza despachó con Arias y le explicó la necesidad de una nueva filosofía mutua de las relaciones entre Iglesia y Estado, a la luz del Concilio y de la nueva sociedad española.

¿Cómo reaccionó Arias?
Según me manifestó el ministro, se opuso tenazmente y dijo con un deje de cólera: «¡Esa es la tesis de Casaroli [entonces secretario del Consejo para los Asuntos Públicos, desde 1979 secretario de Estado]!». Areilza replicó con sorna: «Presidente, puede que sea la tesis de Casaroli, pero en todo caso es la del sentido común». Este era el ambiente en el que se iniciaba la negociación, en la que surgían obstáculos por todas partes.

¿Por qué había un ambiente antivaticanista en el Gobierno español?
Porque los sacerdotes españoles estaban en desacuerdo con las políticas del régimen del general Franco. En muchos sentidos: querían una libertad que se había abierto paso. Eran tiempos nuevos en la vida de la Iglesia que reclamaban unos cambios en España, un país que había sido predilecto para la Iglesia y para la Santa Sede que, sin embargo, no seguía las normas del Concilio Vaticano II. Ese descontento se manifestaba en los seminarios, a través de los jóvenes sacerdotes. ¿Que había revuelta en ciertos sectores de la Iglesia? Pues sí. Había otros, sin embargo, que eran incondicionales de Franco. No era bueno que hubiera esas tensiones políticas entre los propios religiosos y, sobre todo, a nivel episcopal.

La distensión se impuso con el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno y el suyo como ministro de Asuntos Exteriores.
El día del primer Consejo de Ministros, Suárez y yo llegamos pronto a la Zarzuela y el Rey nos dijo que era necesario dar un nuevo curso a las relaciones con la Iglesia y que él estaba dispuesto renunciar al derecho histórico de la corona de presentación de obispos. Al volver al ministerio, llamé inmediatamente al nuncio, monseñor Luigi Dadaglio, para darle la noticia.

Los acontecimientos se aceleraron.
El 28 de julio de 1976 firmé en Roma el Acuerdo sobre nombramiento de obispos y abolición del privilegio del fuero eclesiástico con la excepción explícita del arzobispo general castrense y con una reserva, la del obispo de la Seo de Urgel, por su condición de copríncipe de Andorra. La situación quedó así desbloqueada.

¿Estaba aliviado Pablo VI?
Tuve una conversación con él tras la firma. Estaba ya enfermo, me cogió la mano y me dijo con emoción y énfasis que comunicara al rey: «Nunca olvidaremos lo que está haciendo por la Iglesia».

Marcelino Oreja y el cardenal Villot firman los Acuerdos Iglesia-Estado, en 1979. Foto: ABC

También comunicó a la Santa Sede que en el plazo de dos años, dejaría de estar vigente el Concordato, esto es, para el 28 de julio de 1978.
No queríamos que después de la renuncia recíproca pudiera extenderse indefinidamente la vigencia del Concordato de 1953. Por consiguiente, había un compromiso por parte del Estado de proceder a la denuncia del Concordato en caso de que no se llegase a un acuerdo antes de esa fecha.

¿Cuál era el propósito?
El que tuvo el Gobierno de no proceder a la firma de los Acuerdos hasta que no se firmase la Constitución. Así lo hablé con Landelino Lavilla. Luego se ha dicho que no se ajustan a la Constitución. Sí se ajustan.

Admite, con todo, que hubo que meter cierta prisa a la Santa Sede para que no se retrasara mucho su promulgación.
Como he dicho, los Acuerdos estaban listos para su firma en mayo o junio de 1978. Dijimos que había que esperar. Una vez que se aprobó la Constitución, el 6 de diciembre de ese año, quedaban algunos flecos. Entonces, el nuncio empezó a hacer eso que los franceses llaman traîner les pieds [dar largas]. Empecé a ponerme nervioso hasta que el día de Nochebuena, a primera hora, tuve la osadía de llamar a monseñor Agostino Casaroli, con el que ya mantenía una buena relación. Me contestaron que estaba en Misa. A las diez de la mañana, me devolvió la llamada. Le dije que la Constitución acaba de ser aprobada, hecho que podía provocar la convocatoria de unas elecciones generales, que la UCD no estaba segura de ganar; y que si ganaba el Partido Socialista, no se sabía lo que podía pasar, «de manera que es mejor que cerremos esto». Añadí que constataba que no tenía prisa el señor nuncio. El día 26, a las nueve de la mañana, nada más llegar al ministerio, recibo una llamada del nuncio: «Quiero decirle que creo que es un momento oportuno…».

¿Qué le replicó?
Que sí, que era muy oportuno [el exministro lo dice con tono irónico]. En su español aproximativo, pidió verme y esa misma mañana vino al ministerio. Me propuso dos fechas: el 3 y el 25 de enero. Le respondí que el 3. No quería que pasase ni un día más, pues temía, insisto, una convocatoria de elecciones. Así fue.

Si, en su opinión, el Concordato de 1953 estaba superado, ¿por qué los Acuerdos de 1979 hoy no lo están?
El Concordato correspondía a una determinada etapa. Hoy es posible revisar los Acuerdos. Pero hay que hacerlo teniendo en cuenta que vivimos una época muy distinta, en la que ya no hay confesionalidad del Estado. Hay desconfesionalidad, querida por la propia Iglesia. Lo que constato es que ya llevamos muchos años de democracia y no ha habido ningún cambio significativo. Y no se puede negar que el Estado ha sido generoso con la Iglesia también, de modo especial en la época de Zapatero, con el acuerdo [sobre financiación] entre el cardenal Cañizares y la entonces vicepresidenta Fernández de la Vega. Fue un acuerdo muy importante.

Hoy, sin embargo, desde las filas socialistas se suele agitar el espectro de una denuncia de los Acuerdos.
Es lo que pasa cuando no saben qué hacer. Y yo pregunto: ¿Cómo se reforman? ¿De qué manera? ¿Y en qué medida? Es verdad que el número de católicos practicantes ha disminuido. Tampoco veo un empeño muy grande sobre la necesidad de cambiar los Acuerdos. Son voces todavía aisladas. No creo que eso vaya a avanzar ni la necesidad de hacerlo. Eso sí, se pueden hacer ajustes en un texto que ya tiene 40 años.