Mingote - Alfa y Omega

Mingote

Joaquín Martín Abad
Foto: Sigefredo

Ángel (por su padre) Antonio (por el día de su nacimiento) Mingote Barrachina cumpliría hoy 100 años pues nació el 17 de enero de 1919 en Sitges. Siguió el itinerario paterno desde su Daroca natal –con su madre, Carmen, catalana, y Mercedes, su hermana– a Calatayud y luego a Teruel, donde fue profesor de música en el instituto de enseñanza media y compuso un famoso Himno al Salvador, que todavía se canta.

A sus 8 años en Teruel se despertó a la vida porque «uno es más de donde hace el Bachillerato que de donde se nace». Y a sus 17 le sorprendió allí la guerra civil que, por contraste, le marcó pacíficamente para toda su vida; le oí contar que, al regresar a su casa, subió velozmente las escaleras para comprobar que aún estaba entero el piano familiar.

Pasando por Guadalajara en el Ejército y retirándose en 1944 se instaló en Madrid para dibujar periodísticamente sus viñetas que forman toda una enciclopedia de humor amable y genial; en revistas y, desde 1953, en ABC, que muchos lo compraban por su chiste –hasta 23.000 dibujos publicó– como un editorial diario. En 1955 se casó con Amparo Ferrer (con quien tuvo a su hijo Carlos) y, cuando murió esta, se casó en La Milagrosa con María Isabel Vigiola. En Madrid, pues, vivió la mayor parte de su vida hasta el 3 de abril de 2012.

Tan madrileño que escribió una historia (inconclusa) de Madrid; fue nombrado alcalde honorario del parque de El Retiro, doctor honoris causa por las universidades de Alcalá y la Rey Juan Carlos, además de recibir la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid y tantos reconocimientos más. Desde 1987 fue miembro de la RAE en el sillón r. Autodidacta y todo un culturón. El rey le concedió –poco antes de morir– el título de marqués de Daroca.

Dibujaba en un segundo lo que había pensado durante horas y escribía en horas lo que se le ocurría al segundo. El volumen I de La Historia de Madrid comienza así: «Los madrileños más antiguos eran carpetanos. No como los de ahora, que son andaluces, catalanes, gallegos, aragoneses, etcétera». Y lo termina: «Enterraron a Cervantes en las Trinitarias, y allí deben estar sus huesos, aunque nadie –ni pueblo ni letrados– sabe cuáles son».

Pocos como él caben entre dos siglos. Y como Dios lo tiene todo presente –en la vida y en la muerte– hoy rezamos por él.