Pablo VI y el Diálogo - Alfa y Omega

Reconocer como maestro a una persona es probablemente uno de los mejores títulos que podemos otorgarle. Maestros que en algún momento abrieron ventanas que parecían cerradas y que, sobre todo, nos enseñaron a mirar. Con sus palabras descubrimos que lo de siempre podría ser distinto. Nos hablaban como nadie lo había hecho antes y, en cierta forma, cambiaron a mejor nuestra vida. Cuando el 21 de junio de 1963 el mundo recibía al Papa que llevó a la iglesia hacia la modernidad, Jorge Mario Bergoglio se licenciaba en Filosofía en Argentina, sin imaginar siquiera que sería él quien declararía Santo a Pablo VI. Entre medias, 55 años de historia de la Iglesia, 15 de ellos guiados por un Papa gigante, que se anticipó al pontificado del diálogo y de los gestos que hoy vemos en Francisco. Cuando te asomas a las páginas de la primera encíclica del Papa Montini, Ecclesiam suam, te preguntas por qué tardaste tanto en descubrirla. Te encuentras ahí con un maestro de la comunicación que, de forma visionaria, nos advertía que en el diálogo está la palanca capaz de poner en marcha el motor para que la Iglesia lleve a término su misión de Evangelizar. Pablo VI preparaba así el terreno de los años turbulentos que siguieron a 1968. Reconoce que la Iglesia no puede mantener un «diálogo uniforme», sino que hay que adaptarse al interlocutor, porque «una cosa es dialogar con un creyente y otra con uno que no cree». Palabras como reforma o renovación no entraban dentro del vocabulario habitual de los Papas hasta que llegó Pablo VI. La Iglesia que ahora vemos es, en buena parte, mérito suyo. Gracias a su apuesta por poner en práctica una comunicación traducida por el compartir juntos, y al impulso que dio al diálogo dentro y fuera de los muros vaticanos, allanó el sendero del ecumenismo que transitaron después sus sucesores. Como todos los buenos maestros, fue siempre por delante. Quienes le conocieron aseguran que el diálogo fue su modus operandi antes y después de ser elegido Papa: escuchaba, alentaba, preguntaba y exigía, pero siempre con respeto. Convencer sin imponer. Llamaba a las puertas sin forzar la libertad de las personas. No sorprende que Francisco se refiera a él en tantas ocasiones. Los dos papas encontraron el equilibrio necesario para que el deber evangelizador propio de la iglesia no entorpeciera el diálogo con el mundo. Digamos que Francisco aprendió de Pablo VI a situar a la Iglesia en coloquio constante con la sociedad en la que vive. El día de su beatificación, Francisco le lanzó el mejor de los piropos que se pueden decir de un Papa: «Supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios, dedicando toda su vida a la sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo». El pasado 6 de agosto, día en el que se cumplían 40 años de su muerte, Francisco bajó a las grutas vaticanas para rezar a solas ante la tumba del santo que decía que “todo lo que es humano tiene que ver con nosotros”. Nada tan simple como programático. Hoy Francisco comparte también con él su anillo del Pescador. Escogió el de Montini entre todos los que le ofrecieron. Allí, entre los pilares de la Basílica de San Pedro, tan cerca de la tumba de Pedro intercambiaron confidencias. Diálogos entre dos papas que funcionan con una lógica distinta a la que andamia el mundo. La lógica de Jesús de Nazaret. Papas hechos de esa pasta de la que tanto necesita el mundo.

Artículo publicado originalmente en el Centro de pensamiento Pablo VI