El suicidio de la Europa civil - Alfa y Omega

La semana pasada se cumplieron cien años del final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Las conmemoraciones dieron cita a jefes de Estado, presidentes de gobiernos y altos dignatarios de todo el mundo. Esta fotografía se tomó en Compiègne, al norte de París, en el mismo lugar donde se firmó el armisticio entre Alemania y las potencias aliadas. España permaneció neutral en la contienda, aunque la sociedad se dividió entre aliadófilos y germanófilos en una fractura que representaba las divisiones que España venía arrastrando desde el siglo XIX. Así, a pesar de no participar en la Guerra «que pondría fin a todas las guerras» –¡así la llamaron!– nuestro país no puede ser ajeno a lo que este centenario significa.

En efecto, Europa está hoy en una encrucijada. Desde el Brexit hasta la política migratoria, la Unión Europea debe decidir hacia dónde se orienta y hasta qué punto los países que la forman están dispuestos a acompañarla. La conflagración que se desató en 1914 fue una verdadera «guerra civil europea» y conviene volver la vista atrás para comprender hasta qué punto es necesario que Europa vuelva a sus raíces antes de que sea tarde. El Papa Benedicto XV condenó el 8 de septiembre de 1914 en la Exhortación Apostólica Ubi Primum «el terrible espectáculo de esta guerra que ha llenado el corazón de horror y amargura, observando toda Europa devastada por el fuego y el acero, enrojecida con la sangre de cristianos». En marzo de 1916, el Papa invocó el «nombre de aquel Dios que es justicia y caridad infinita» para detener aquel «suicidio de la Europa civil». Entonces, como ahora, a ningún cristiano le es dado contemplar impasible el derramamiento de sangre, la destrucción ni la muerte.

En estos días de memoria, recordaba las palabras de Juan Pablo II en su inolvidable viaje apostólico a España en 1982: «yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma».

Por toda Europa, se alzan los memoriales de los caídos en esta Gran Guerra fratricida. Al contemplarlos, uno sólo puede orar para que Europa conserve la cordura y la memoria. Sus raíces, que se hunden en la dignidad intrínseca de todos ser humano, hecho a imagen y semejanza del Creador, son la única forma de dar vida nueva a un continente que vaga confundido y desorientado. Sólo regresando al origen podremos encarar el futuro. Juan Pablo II ya marcó el camino evocando a los santos Benito de Nursia, Cirilo y Metodio y recordando el papel de la Iglesia «en la renovación espiritual y humana de Europa».