Palabras de gramática cristiana: unidad, perdón y projimidad - Alfa y Omega

La evangelización es un deber fundamental de la Iglesia en cada tiempo y en cada lugar, como nos recuerda el Papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium. Todas las épocas son tiempos de evangelización, pero la nuestra tiene una urgencia especial por muchos motivos: cambio de época, versiones de la antropología que no son coincidentes con la versión que nos revela Jesucristo… La evangelización repercute en la vida de la sociedad humana y el Papa nos invita a los cristianos a salir a todos los caminos geográficos y existenciales. Nuestra vida de creyentes no se puede reducir a los templos, al «siempre se hizo así» o al «yo no me complico la vida». ¡Qué belleza adquiere la Iglesia cuando busca a todos los hombres, estén donde estén, y trata de acercarlos a Dios! ¡Qué misión más admirable ver a la Iglesia engrandecer la dignidad del hombre como lo hizo Jesucristo!

Nunca hagamos oídos sordos a la petición que nuestra Madre la Iglesia nos hace permanentemente para que seamos corresponsables de la misión de Cristo. Dentro de esta misión que se nos da como una inmensa gracia está el hacer lo posible por afirmar y defender la dignidad de nuestros hermanos, que son imagen y semejanza de Dios. Una dignidad que hemos de defender con todas las consecuencias porque el Señor nos dio un mandato claro: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Jesús nos dice que la altura, hondura y anchura que marcan la verdadera dignidad están en ese amar «como yo os he amado». Aquí está la clave para ver y distinguir si está presente un discípulo del Señor o no.

Hay tres palabras fundamentales en la vida cristiana –unidad, perdón y projimidad– que legitiman, iluminan y orientan el camino de los hombres, dan sabor y color a la vida, llevan a la verdad de su ser en medio de las ofertas de las ideologías. Para darles contenido es urgente el conocimiento de Jesucristo, es imprescindible; en Él está la clave para comprender las necesidades del mundo y de los hombres, también para saber responder a ellas. Cuando conocemos al Señor nos damos cuenta del poder que tiene, del valor del ser humano que no se puede reducir a sus necesidades materiales; es más, en ese conocimiento del Señor, encontrará la dimensión espiritual que le hará ver más, más allá, más cerca y más lejos.

En estos momentos de la historia tengamos la valentía de hacer una propuesta cristiana que tenga esas características que le den su genuina originalidad, la que nace del mismo Jesucristo, esa que está llena de esperanza y de optimismo realista. Lo cual no significa que desconozca la existencia del pecado y que este se manifiesta a través de personas y en las estructuras. Hagamos posible que todo sirva al hombre, asumiendo un sano humanismo, ese que nos revela y da Jesucristo. Y que tiene que hacerse presente en todas las instituciones sociales, políticas y económicas.

Os invito a que incorporemos en nuestra gramática existencial la comunión, el perdón y la projimidad. Solo así podremos hacer un mundo diferente. Y esto no es una utopía porque contamos con la gracia de Dios y no solamente con nuestras fuerzas.

1. Vivamos la comunión. Siempre me ha impresionado cuando, en la celebración de la Eucaristía, decimos: «Este es el Sacramento de nuestra fe». La respuesta que damos es tan clara y tiene tales consecuencias para la vida de todos los hombres: «Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección, ¡ven, Señor Jesús!». En la Eucaristía recibimos a Cristo y, de Cristo, su Amor. ¿Salimos para dárselo a quienes nos encontremos? ¿Somos conscientes de que Él viene a nuestra vida y nos dice «salid», «dad de lo que yo os he dado»? El Señor nos da su amor y no podemos guardarlo para nosotros ni estropearlo. Debemos salir a encontrarnos con los demás e invitarlos a abrir su corazón para señalar caminos de paz, de unidad, de vida, y crear vínculos de fraternidad. No somos para unos pocos, somos para todos. Urge que, quienes celebramos la Eucaristía, levantemos la mirada para ver a todos y todo, tengamos el corazón abierto a la solidaridad, atentos a que nadie robe el corazón del hombre y lo haga raquítico sin dejar entrar a nadie o solo a los que piensan igual. Así no se construye nada. Mantengamos la sabiduría que aprendemos en la escuela de la comunión y del amor que es la Eucaristía.

2. Vivamos el perdón. Ese perdón que alcanza su máxima belleza cuando el Señor en la Cruz se comunica con el Padre y dice: «Perdónales porque no saben lo que hacen». Hemos eliminado la palabra perdón de nuestra gramática existencial. ¡Cuánto nos cuesta perdonar! Y sin perdón no vamos a ninguna parte, siempre estaremos tirándonos todo a la cara. En nuestra sociedad parecemos incapaces de dejar las propias ideas para que otro que tiene otras entre en mi corazón. Lo que Dios quiere es un corazón convertido, algo que requiere dar un paso más de cercanía a Él y así un paso más de cercanía al hermano. ¡Qué fuerza tiene para esta época que vivimos la expresión: «No endurezcáis el corazón, escuchad la voz del Señor»! Él quiere lo que Él hizo: perdonar. Que nunca se haga de piedra nuestro corazón porque no sentiremos las cosas de Dios. Como decía san Pablo, «Cristo está en el mundo reconciliando al mundo con Dios». Estas palabras son una llamada al perdón pero, para perdonar, hay que ponerse en paz con Dios y así, de lo que Él te da, das tú también. Dejemos que Jesucristo trabaje nuestro corazón y nos haga ver que el perdón urge. Urge que acojamos su perdón y que demos lo que Él mismo nos da. Vivir perdonando es vivir en fiesta, la misma que tuvo el hijo que marchó de casa. También nosotros hemos de decir: «Me levantaré como pueda para acoger la gracia del perdón de Dios y haré lo mismo que el hijo que marchó de casa, volveré a creer en la gramática existencial del perdón».

3. Vivamos la projimidad que da esperanza. ¿Estamos trabajando por un mundo que dé esperanza y encanto o entregamos desesperanza y desencanto? Para responder bien, mantengamos un diálogo hondo con Jesucristo Resucitado hoy, tal y como está nuestro mundo. Cuando las personas venían al encuentro de Jesús, ¿qué esperaba Él? Por supuesto su fe, su confianza. Y ¿qué esperaban de Él? Todo. Todo lo esperaban de Él, querían tener y acoger sus gestos de amor. Sin embargo, la palabra que más escuchamos hoy es desesperanza y desencanto: rupturas en todos los niveles de la existencia humana, robo de la dignidad al ser humano, falta de trabajo, derechos no reconocidos… Hay una tercera parte de la humanidad que vive en la miseria, que no solamente produce desencanto, sino desesperación. Para tener y vivir la esperanza, urge que acojamos la cercanía del Señor, que enciende el entusiasmo de los discípulos de Emaús. Se encontraron con Jesucristo vivo y así salieron al mundo para proclamar la alegría, la justicia, la verdad, la vida del Evangelio. Urge salir y curar al herido, eliminar desencantos, ofrecer la alegría de la dignidad del ser humano. Esto nos pide que vivamos como Jesús, siendo próximos y prójimos con la vida que expresa el buen samaritano. Vivir lo que el Papa Francisco llama la projimidad, que tiene ida y vuelta. El Señor se aproxima cuando nos ve mal y carga con nosotros con la promesa de volver para ver cómo andamos. Solamente siendo prójimos pueden anunciarse la Palabra, la justicia, el amor. Y solamente así habrá encuentro, conversión, comunión y más solidaridad.