Óscar Romero, santo y compañero nuestro - Alfa y Omega

Óscar Romero, santo y compañero nuestro

Colaborador
Foto: EFE/Rodrigo Sura

Día de gloria, de gozo, de emoción… Ya lo había canonizado la gente, pero ahora lo hace la oficialmente la Iglesia. La gente no sabe mucho del concepto de santo como intercesor y modelo, pero ya monseñor Romero era su santo. Y ahora el Papa les da la razón. Hace 38 años la noticia corrió como pólvora. «¡Han matado a monseñor, han matado a monseñor…!». Era gritada por las calles y los caminos de Centroamérica, en los barrios y las aldeas, en las radios y las televisiones, en las tiendas y las gasolineras… Nadie especificaba y nadie preguntaba más, porque monseñor solo había uno. Tampoco nadie preguntaba quién fue, ni por qué…

Óscar Arnulfo Romero Barrios era una buena persona, y conservadora. El Salvador vivía uno de los periodos más convulsos de su historia. Frente a la opresión oligárquica había un auge de los movimientos revolucionarios, que buscaban arrebatar el poder a la oligarquía y establecer un sistema social y económico más justo. La represión militar arreciaba contra los campesinos organizados y los movimientos de trabajadores en las ciudades. Y se sucedían los golpes de Estado, para que todo siguiera igual.

En 1977 la diplomacia vaticana creyó acertar al colocar en el arzobispado a aquel eclesiástico conservador y un poco ingenuo. Tenía 60 años. Quizá —pensaron— fuera el hombre adecuado para entenderse con las autoridades en aquel contexto de extrema tensión social. El Gobierno y los militares lo recibieron con alegría. Los católicos progresistas, que se identificaban con las aspiraciones de los pobres, se sorprendieron, porque Romero patinaba en ese terreno. Tres años más tarde, en su homilía en la catedral, se dirigió así a los militares: «En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión…!». ¿Qué había pasado? ¿Cómo se produjo ese cambio?

El gobierno militar, plagado de asesinos, apoyados por la gran oligarquía de 14 familias y la administración estadounidense, se empeñaba en desoír las justas demandas de la gente y eliminaba a los disidentes, fueran estos dirigentes populares, políticos de oposición, sindicalistas, catequistas…; todo ello, para garantizar un statu quo caracterizado por la extrema riqueza, la extrema pobreza y una brutal represión.

Romero empezó a caminar, y en ese camino desaparecería el conservador y el ingenuo y quedaría la buena persona. Como era bueno, pudo abrir los ojos a la realidad, el oído a los consejos y la mente a la comprensión. Escuchaba a sacerdotes y campesinos, a trabajadores y hombres de negocios… Al poco tiempo, los militares asesinaron al padre Rutilio Grande, un jesuita amigo y consejero que se había identificado con sus feligreses campesinos. Romero se sintió empujado a defender a los más pobres y denunciar la injusticia y la represión.

Luego vinieron las horribles masacres del río Sumpul, del Mozote, y muchas más. Y Romero fue descubriendo cómo sufría la gente por la represión y la pobreza. La gente sencilla le visitaba para contarle que su hijo había sido secuestrado, que su marido había aparecido asesinado, que los militares habían violado y torturado a su hija… Tuvo la capacidad de bajarse hasta los pobres, de escucharlos, de analizar lo que le contaban a la luz de los criterios de Jesús de Nazaret. Conoció el polvo y el barro de los caminos rurales, el ácido olor de la pobreza y el sudor campesino, la desesperación e impotencia de viudas y huérfanos. Recogía dolores, pobrezas, denuncias, desesperanzas, solidaridades…

Descubrió que solo podía haber paz si se respetaban los derechos de los oprimidos, y que la paz sería imposible mientras persistieran el lujo y despilfarro en unos pocos, y el hambre y la miseria en la mayoría. Quizá su principal descubrimiento fue que la neutralidad era imposible, que había que estar claramente a favor de la vida, donde está Dios, para no hacerse cómplice de la muerte…

El martirio y sus causas

Comenzó a denunciar. Cada domingo, desde la catedral, su palabra se hacía pasión y fuego, consuelo y orientación, condena y esperanza, llamada a la justicia y a la reconciliación… Denunciaba las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la semana. Mencionaba los nombres de las víctimas, el lugar y circunstancias, la situación en que quedaban los familiares… Millones de salvadoreños y centroamericanos se congregaban cada domingo en torno a su aparato de radio para recibir aquella luz que alumbraba sus caminos.

La dinámica represiva se acentuaba. A principios de 1980 Romero escribió al entonces presidente Carter diciéndole que la ayuda norteamericana a su país solo servía para aumentar la represión. Carter pidió al Vaticano que llamara al orden al arzobispo.

El 23 de marzo fue cuando ordenó a los militares que cesara la represión. Los dueños del dinero, de la política y de las armas ya no soportaron más. Al caer la calurosa tarde del 24, cuando celebraba la Eucaristía como todos los días en la capilla del hospitalito (para enfermos terminales de cáncer), las balas lo abatieron. En aquel momento todos en Centroamérica nos sentimos un poco huérfanos. Había caído el último gran profeta de los pobres.

Pero la cosa no acabó ahí. El pueblo salvadoreño y latinoamericano lo hizo su santo, un santo cercano, amigo, compañero de camino. Monseñor está presente en la vida cotidiana. Pueden verse sus fotos y pósters en las cooperativas campesinas, en las oficinas de las ONG, en las iglesias, en los colegios, en los sindicatos, en oficinas gubernamentales… Sigue hablando y sigue siendo escuchado.

Como les suele pasar a todos los profetas, Romero sufrió los ataques del poder y con frecuencia la incomprensión de sectores importantes dentro de la misma Iglesia. Las curias eclesiásticas no entendían su apoyo a las organizaciones populares, sus enfrentamientos claros y sus denuncias radicales de los opresores, ejércitos, escuadrones de la muerte, gobiernos, poder estadounidense… Algunos en el Vaticano pensaron en destituirlo o anularlo, nombrando un obispo coadjutor con plenos poderes. Los propios obispos salvadoreños lo criticaban (solo uno, Rivera y Damas, estuvo en su funeral…). ¿No le pasó algo de esto a Jesús de Nazaret? Romero, por su fidelidad Jesús y a los pobres, sacaba a luz actitudes eclesiales poco ejemplares e introducía el conflicto en la Iglesia.

Ahora, después de 38 años de resistencias institucionales derivadas de una prudencia poco evangélica, la Iglesia lo canoniza. Probablemente no lo haría si el Papa no fuera Francisco, aunque, al parecer, el papa Juan Pablo II, tras el martirio de Romero, se informó mejor, leyó algunos de sus escritos y cambió su apreciación sobre él. Y Benedicto XVI pidió en reiteradas ocasiones que su causa fuera reabierta.

La canonización oficial llega después de la canonización popular. La gente vio en él un creyente lleno de sencillez, de compasión, de verdad, de compromiso. Y enseguida lo asumió como profeta, pastor y mártir. Y ahí entraban católicos y evangélicos, marxistas y agnósticos. Lo aclamaron porque lo querían, y lo querían porque en verdad amó a su pueblo, porque había hecho presente la ternura de Dios en este mundo. En palabras de Ignacio Ellacuría (que también sería martirizado unos años más tarde), «con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador». O, como dijeron de Jesús, «pasó haciendo el bien y consolando a los afligidos». Por eso le lloraron como se llora a un padre, y hoy le siguen queriendo de verdad.

Al pasar los años, en la Iglesia y en el mundo cobraba más fuerza el testimonio de su autenticidad, honradez, compasión y amor y entrega a los pobres hasta el final. Había servido a su pueblo, había defendido la vida de los pobres, había sido compasivo con las víctimas, había olido a oveja. ¿Se necesitaba algo más para ser reconocido como santo?

No faltan quienes pretenden canonizar a un Romero bueno, piadoso, sacerdotal…, descafeinado. Monseñor fue un hombre de Dios, creyente, devoto; eso está claro. Pero no es legítimo separarlo de los humanos. No es legítimo olvidar que se encarnó en una realidad de conflicto y de muerte, que optó por los pobres, que se compadeció de ellos y los defendió con el fuego del profeta, y que denunció y desenmascaró a la oligarquía, el Ejército y los escuadrones de la muerte, los magnates de la economía y la política, y muchos medios, que lo odiaron en vida y siguen odiándolo.

De alguna manera, es una canonización colectiva, en la que caben otros obispos asesinados (Enrique Angelelli, Gerardo Valencia Cano, Juan Gerardi, Joaquín Ramos…), las decenas de sacerdotes martirizados en Guatemala, El Salvador, Honduras, Colombia, Brasil… y las miríadas de cristianos y de seres humanos asesinados por su amor y defensa de los pobres, y por su compromiso con la verdad y la justicia.

La canonización de monseñor es una gran alegría para todo el pueblo, para quienes reconocemos en él una buena persona y un testigo de Jesús y de la justicia, para quienes aceptamos la ejemplaridad de su compromiso frente a los poderosos de este mundo y para quienes lo consideramos nuestro compañero de camino.

Waldo Fernández
Área de Educación para el Desarrollo de Manos Unidas