Romero fue asesinado dos veces - Alfa y Omega

Romero fue asesinado dos veces

Fueron laicos, capitaneados por la hermana de una de las mentes que perpetraron el asesinato, quienes mantuvieron viva la memoria del obispo mártir durante los años de silencio en torno a su figura

Cristina Sánchez Aguilar
Salvadoreños portan pancartas con la imagen de monseñor Romero al conmemorarse el 35º aniversario de su asesinato, en marzo de 2015. Foto: CNS

Su tumba fue durante dos décadas un almacén para guardar el material sobrante de las obras de la catedral de San Salvador. Un espacio oscuro de la cripta, donde olía a orín y a humedad. «La diócesis no quería abrirla a las visitas por miedo a que alguien robase los aperos de los albañiles, pero nosotros nos comprometimos a estar pendientes de que nadie se llevase el material. Pusimos un par de luces artificiales y empezamos a invitar al pueblo a visitar la tumba de monseñor Romero». Poco a poco los salvadoreños acudieron a venerarle y, a los pocos meses, aquel lugar escondido bajo tierra ya era una montaña «de papelitos con agradecimientos por milagros atribuidos a él». Fue en 2005 cuando el entonces arzobispo de la capital, monseñor Fernando Sáenz Lacalle, ordenó «el traslado de los restos del ya siervo de Dios a un lugar más decente dentro de la cripta», embellecido por un mausoleo de bronce que el prelado encargó al escultor italiano Paolo Borghi. Ahora, cualquiera que pase por allí verá filas desde las ocho de la mañana esperando para visitar y agradecer los favores recibidos al beato salvadoreño.

Lo recuerda emocionada en conversación con Alfa y Omega Marisa Martínez D’Aubuisson, que ha sido una de las responsables de mantener viva la memoria del inminente santo durante las dos décadas de ostracismo a los que fue relegado. «Habían pasado ya 19 años desde la noche de su asesinato y no se decía nada de él», recuerda. Fue un sacerdote muy cercano a Romero, Ricardo Urioste, quien reunió a un grupo de laicos, entre ellos Marisa y su esposo –ya fallecido–, y les propuso romper el silencio. «Comenzamos a reflexionar sobre sus cartas pastorales, y poco a poco dimos forma a la Fundación Romero, a través de la cual editamos sus homilías –todas grabadas– y a recorrer el país organizando charlas y talleres sobre su figura». Fue el pueblo, «durante las noches y los fines de semana, de forma totalmente voluntaria», quien resucitó a al arzobispo asesinado.

El esfuerzo tuvo recompensa. «Cuando celebramos los 20 años de su martirio, un año después de poner en marcha la fundación, vimos que los 24 de marzo –fecha de su muerte– pasaban casi inadvertidos para la Iglesia salvadoreña. Se celebraba una Misa por su alma en la catedral y poco más». Pero gracias al empeño por mantener viva su memoria, «propusimos realizar conmemoraciones masivas y el pueblo respondió. Cada 24 de marzo, desde entonces, nos reunimos en una plaza que dista unos seis kilómetros de la catedral y hacemos la peregrinación de la luz. Nunca han venido menos de 10.000 personas».

El olvido de la Iglesia

Marisa Martínez recuerda aquellos años con un poso de dolor, y a la vez apasionada y agradecida por lo que se avecina. Falta poco para que viaje a Roma y participe en la canonización del ya llamado san Romero de América, elevado a los altares tan solo tres años después de su beatificación. La llegada de Francisco, «un Papa que conoce las dictaduras militares, que entiende bien lo que pasa en este continente», ha dado un vuelco en el compromiso de Roma con la figura de Romero. «Vivimos unos años muy duros, porque el único Papa que apoyó sin reservas a nuestro arzobispo fue Pablo VI. Por eso me da una alegría especial que los canonicen juntos», asegura la mujer que, con mucha delicadeza, explica cómo «san Juan Pablo II se daba cuenta de lo que pasaba en El Salvador, pero pidió a monseñor Romero que no fuera tan explícito y concreto cuando hablase públicamente. Y claro, su respuesta fue que no se podía hablar por las ramas hablando de desaparecidos y torturados». Marisa suspira. «Todavía lo llevamos muy señalado en el alma».

Ella más que nadie. Su hermano, el militar Roberto D’Aubuisson, fue acusado de ser una de las mentes que planearon el asesinato de monseñor Romero. La gesta de Marisa para defender la figura del arzobispo la puso en el ojo del huracán de la dictadura y de su familia, pero no se amilanó nunca. «Nos llamaban comunistas, pero habíamos optado por los pobres», asegura. El espíritu del Documento de Medellín que trajo consigo Óscar Arnulfo Romero impregnó su vida y la de muchos: catequistas, líderes de las comunidades, sacerdotes, laicos… que poco a poco «empezaron a desaparecer».

Poner en el centro al más necesitado: esa fue la conclusión principal a la que habían llegado los obispos latinoamericanos tras aquel encuentro de verano de 1968 en la ciudad colombiana. El revulsivo del Concilio Vaticano II tenía una aplicación concreta en el contexto del continente, y varios obispos, entre ellos Romero, levantaron la voz y se hicieron incómodos para «una jerarquía que mantenía una mentalidad muy conservadora y unas autoridades a las que no les convenía que los pobres quisieran recuperar su dignidad».

Fue así como, a través de los medios de comunicación controlados por «militares y la gran oligarquía salvadoreña», empezaron a difamar al obispo por sus ideas revolucionarias, sostenidos por «una Conferencia Episcopal que también lo rechazaba e incluso solicitó al Vaticano que lo relegasen de su cargo porque estaba provocando un levantamiento popular».

«No se podía tener una Biblia»

No había salvadoreño que no se pegase a la radio cada domingo a las ocho de la mañana. «Unos para bien, y otros para mal, para ver en qué le pescaban». Pero las homilías radiadas de monseñor Romero eran un acontecimiento nacional donde se escuchaban nombres y apellidos de muertos, desaparecidos, y denuncias sin tapujos de la represión que sufría la población. «Tanto molestaban sus sermones que hasta en dos ocasiones pusieron bombas en la sede de la radio que transmitía su Misa dominical», asevera Martínez.

Aun así, él estaba determinado a ser «la voz de los sin voz», como se le conoce a día de hoy. ¿Cómo no iba a hacerse eco de tantas injusticias que escuchaba cada día? La población iba a verle para contarle lo que pasaba en su cantón: que se llevaban a los catequistas, que las reuniones en las casas estaban prohibidas, que había tal control que no se podía tener una Biblia en casa… Recuerdo cómo mucha gente la tenía enterrada en la calle, envuelta en plástico, para que no la encontraran», señala Marisa Martínez.

El motivo de la férrea persecución no era otro que «la dictadura militar mantuviese el orden para seguir explotando a los pobres y hacerse ricos en sus haciendas». Porque monseñor Romero hacía que el pueblo «se cuestionase su realidad. Gracias a él empezaron a plantearse por qué eran tan miserables». Fue así como se formó la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños, «que aportó muchas víctimas para hacer oír su voz». Entre ellos, el amigo de Romero, el padre Rutilio Grande, que trabajaba con los campesinos en una zona donde se produce caña «en enormes haciendas que generaban grandes riquezas y a la vez pobreza y hambre, porque los trabajadores recibían salarios vergonzosos». El padre Grande, en medio de ellos, «hizo vida lo que nos pedía Medellín: pequeñas comunidades eclesiales que, a través del Evangelio, fortalecieran su fe. Y a través de esta fe entendieron que su pobreza no era “voluntad de Dios”, como les hacían creer los terratenientes». Como muchos otros sacerdotes, el padre Grande fue asesinado. Era 1977. Tres años después, cayó su amigo Romero.

Cada día cientos de peregrinos acuden a la ya no olvidada tumba de Romero, situada en la cripta de la catedral de San Salvador. Foto: EFE/Rodrigo Sura

«No fuimos valientes»

En marzo de 1980, en aquella capilla del hospital Divina Providencia de San Salvador, fue la primera vez que lo mataron. «La segunda vez fue por el silencio en general en el que la Iglesia institucional lo soterró y de las manifestaciones de desprecio que se vertieron sobre él». Lo admite monseñor Rafael Urrutia, actual postulador de la causa de canonización del beato salvadoreño. Fue el Papa Francisco quien acuñó esta frase «cuando estuvimos con él en la Sala Clementina para darle las gracias por la beatificación de monseñor Romero, en 2015. De su corazón brotó hablar de “las dos veces que lo mataron” y todos comprendimos a lo que se refería».

Rafael Urrutia agradece a este semanario la oportunidad de «expresar un poco lo que llevo dentro del corazón». Fueron años duros para las personas cercanas al hombre tan querido por muchos y tan detestado por otros. «Podríamos haber contado con los dedos de las manos a quienes, en el seno de la Iglesia, dijesen “Romero es nuestro”. La posición cómoda durante más de 20 años fue intentar olvidarse de él, hablar mal de su persona, prohibir que se predicara sobre su testimonio. Y con estas actitudes de olvido, se lo servimos en bandeja de plata a los movimientos populares que sí expresaron su simpatía sincera por él y, en el peor de los casos, a partidos políticos que quisieron hacer de él una bandera». Por eso, aquella mañana de octubre romana, «para muchos de nosotros fue como hacer un examen de conciencia, quizá hasta nos reprochamos no haber sido valientes para defender su testimonio», se lamenta monseñor Urrutia. «Hubo quienes incluso nos atrevimos a juzgar a nuestros antepasados, pero con la conciencia clara de que también era responsabilidad nuestra haberlo defendido y no lo hicimos por temor, por celos, por envidias. Dios sabrá perdonar nuestras negligencias».

No todos las cometieron. «Debo recordar al cardenal Rosa Chávez y la llegada del nuncio Kalenga. Él ayudó a nuestros obispos, y a la Iglesia en general, a tomar conciencia de que Romero era nuestro hermano y había que recuperarlo para la Iglesia», reconoce Urrutia. Nombrado postulador de la causa tras un escándalo de abusos sexuales del anterior, «yo comencé de cero, con un manual en la mano, tras escuchar al nuncio de turno que me dijo que Romero no era su problema y no quería saber nada de él».

Monseñor Urrutia se siente esperanzado con la canonización, porque «tras su beatificación muchas personas han querido conocerlo. Y así, aprenderán a amarlo». La huella que ha dejado Romero es «que la Iglesia debe optar siempre por los pobres. No siempre lo hemos hecho, pero su figura es, ahora, como la conciencia moral dentro de los eclesiásticos, para que nos sintamos llamados a tener la misma caridad pastoral de Jesús».