No nos espantemos - Alfa y Omega

A veces las situaciones envenenadas, que nos parecen como un laberinto, requieren respuestas sencillas (que no simples) que nos permitan recobrar la verdad original que se ha ido difuminando entre tanta trampa y tanto ruido. Lo he pensado al leer sendos comentarios sobre el momento eclesial que atravesamos, especialmente tras el alegato del exnuncio en Washington, Carlo Viganò, y su estrafalaria petición de dimisión al Papa Francisco.

El primer apunte procede del nuevo prefecto para las Causas de los Santos, Angelo Becciu, que al regresar de sus vacaciones en Cerdeña, su tierra de origen, confesaba haber visto mucho desconcierto en el pueblo sencillo por estos hechos, y al mismo tiempo recordaba la certeza que él mismo había asimilado desde niño, creciendo dentro de ese pueblo: «Al Papa se le ama hasta el final; de él se reciben y acogen todas sus indicaciones y palabras… si nos mantenemos unidos al Papa, la Iglesia se salvará, si por el contrario se crean divisiones, desgraciadamente sufrirá graves consecuencias». Seguramente no hace falta un título de la Gregoriana para decir estas cosas, pero en medio de esta tromba mediática, en la que hacen su agosto arribistas de distinto pelaje, escucharlas nos permite respirar el sensus fidei del pueblo sencillo, que siempre ha identificado la seguridad del camino con la unidad con el Sucesor de Pedro, más allá de estilos personales y circunstancias históricas.

El segundo comentario ha llegado de un hombre tan delicado como curtido en las aguas procelosas de la comunicación, el jesuita Federico Lombardi, que aplaude la intención del Papa de no dejarse arrastrar al barro de una espiral de disputas y acusaciones violentas que solo conduciría a nuevas divisiones y a infligir un profundo daño a la Iglesia. Lombardi añade que no deberíamos espantarnos de que en la vida de la Iglesia aparezcan estas dificultades y momentos de tensión, que han existido siempre a lo largo de la historia, y seguirán produciéndose en el futuro. Como ha dicho quien fuera portavoz del Vaticano, no deberíamos caer en la ilusión de que la Iglesia es «un Paraíso en la tierra». Más bien, como decía san Bernardo a sus monjes, la Iglesia es un campo de labranza, y en ella crece también la mala hierba.

Es un momento que reclama a cada uno asumir su verdadero protagonismo en la Iglesia, que consiste sobre todo en vivir y comunicar la fe en primera persona, y eso implica también sufrir por el mal que pueda surgir en ella.