Lo que no ha sucedido en Panamá - Alfa y Omega

La foto que tanta algarabía despertó el fin de semana pasado me ha recordado la interesante relación epistolar que J. Maritain y R. Aron mantuvieron a propósito del ensayo El fin del maquiavelismo (1941). Sólo una mentalidad tan ingenua como utópica podría negar que uno de los sentidos de la política es el realismo. Y éste nos dice que Cuba, la estrella de la VII Cumbre de las Américas, ha llegado a una situación extrema. La tiranía edificada al compás de los últimos cincuenta años ya no se sostiene. El pragmatismo de las partes conduce, pues, a un pacto supranacional para controlar la voladura del sistema. Nada de procesos internos de transición, sino procesos tutelados y dirigidos desde arriba que, según han escenificado los protagonistas, se irán conformando poco a poco, sin prisa, pero sin pausa.

Cualquiera que pretenda resistirse intelectual o activamente al deshielo iniciado hace unos meses, corre el riesgo de ahogarse a medida que vaya subiendo el nivel del mar. Aceptar las cosas como son y, más aún, desear con fervor que algunas dejen de ser como son, no significa, sin embargo, engañarse. Ni la nueva Ostpolitik –en esta ocasión, entre un Presidente de origen africano y un general caribeño– es un dogma de fe, ni un acto de bonhomía. Que el castrismo debe caer, debe; que el bloqueo es una barbaridad, lo es; pero ¿es preciso que este proceso se haga sin contar con los cubanos? ¿No hay otro modo que mediante un pacto entre élites cuyos intereses no parecen, al menos por el momento, confesables?

Es verdad que Cuba es una de las muchas Américas que se han dado cita en Panamá. Sin embargo, es sólo una de ellas. La diversidad es una de las notas características de un continente de casi mil millones de habitantes, de los cuales unos 350 viven entre Canadá y Estados Unidos. Los 650 millones restantes viven entre México y Tierra de Fuego; y, de ellos, 164 millones son pobres. Nominalmente, Panamá debía preguntarse por qué la prosperidad de un ciclo económico favorable no había resuelto el problema de la desigualdad y, de este modo, adelantar, entre otras, propuestas que permitieran a esta región del continente fortalecerse ante la depreciación de las materias primas, una industrialización deficiente o la falta de políticas de integración, ya sea entre sí, ya sea con Estados Unidos. Da la sensación de que los Gobiernos latinoamericanos no trabajan con la convicción firme de que sus problemas internos –corrupción, narcotráfico, tráfico y trata de personas, déficits en el Estado de Derecho, industrialización, reforma fiscal, desigualdad y pobreza– han dejado de ser estrictamente nacionales para convertirse en regionales, cuando no en continentales.

Por eso, sorprende que, siendo cierto que el fin de la Guerra Fría pasa por la apertura de relaciones con Cuba, y por una alianza estratégica que, de no hacerse con Estados Unidos, sólo podría pasar por China, no lo es menos que hay otras citas históricas que los actuales Gobiernos latinoamericanos parecen eludir. Y ésas, aun con el riesgo de un diagnóstico parcial, tienen que ver con la prosperidad de sus pueblos.