16 de abril: san Benito José Labre, un vagabundo como patrón de los fracasados
Recorrió 30.000 kilómetros a pie por toda Europa, después de haber sido rechazado en todas partes. Pobre y manso al estilo de su Señor, Benito José Labre fue, al final de su vida, un mendigo de éxito
Es bueno que haya un santo especial para la protección de todos los fracasados, pues ¿quién no se ha sentido así en algún momento? Benito José Labre lo fue sin duda, pero fue precisamente eso lo que le aseguró el éxito al terminar su vida.
Benito José nació el 26 de marzo de 1748 en Amettes, al norte de Francia; era el mayor de los 15 hijos de una familia de agricultores. A los 12 años su educación fue confiada a un tío sacerdote, y a los 16 decidió hacerse monje, pero no fue fácil. Primero probó con los trapenses, pero le rechazaron por su edad. Luego lo intentó con los cartujos, que también le rechazaron. De nuevo lo intentó con los trapenses, pero sin éxito, hasta que en 1769 fue recibido por los cistercienses de Sept-Fonts. Con ellos llegó a tomar el hábito, pero después de ocho meses en la comunidad el prior le pidió abandonarla, debido a sus problemas de salud.
El 7 de julio de 1770, con solo 22 años, Benito José cruzó la puerta del monasterio con destino a ninguna parte. Después de intentarlo durante años y de ser rechazado por todos, cayó en la cuenta de que su vocación iban a ser los caminos del mundo. Y así, sin alforja, sin bastón, sin ropa de repuesto, recorrió durante años los principales santuarios de Europa. A Dios no le encontraría en el claustro, lo encontraría en el camino.
Durante los años siguientes visitó Loreto, Asís, Santiago de Compostela, Montserrat… Por el camino le pasó de todo. En los Alpes se alojó en un pueblito, Dardilly, y en la casa en la que le acogieron predijo un acontecimiento importante para la vida de la Iglesia. 16 años después nació allí Juan María Vianney, el santo cura de Ars; la casa donde durmió era la de su tío.
En Loreto un sacerdote le ofreció cama y dinero, pero él se negó, aduciendo que había otros más pobres que él. En Asís pasaba horas rezando ante la imagen del Cristo de San Damián. En Bari oyó las lamentaciones de los presos en la cárcel y se puso a cantar salmos en la calle pidiendo a los viandantes alguna moneda que él después pasaría a través de la reja. Camino de Compostela le detuvieron en los Pirineos acusado de un robo; cuando se descubrió al verdadero autor, el policía le preguntó: «¿Por qué no dijiste que no eras tú?». «No me preguntó», respondió Benito.
Consigo solo llevaba un Nuevo Testamento, la Imitación de Cristo, el breviario, un rosario y un crucifijo. Cuando alguien le daba algunas monedas, él se las entregaba a otros pobres. Una vez un cura de pueblo le preguntó sobre su vida: «Dios lo quiere así. Los pobres dormimos en el lugar donde nos llega la noche. Los pobres no necesitamos buscar una cama demasiado cómoda. Además, padre, me gusta estar solo con Dios».
Si el Benito de quien tomó el nombre se retiró a Subiaco a finales del siglo V –como un modo de responder a la decadencia del Imperio romano–, Benito José se retiró del mundo en un momento de la historia que estaba gestando el Siglo de las Luces, con todas sus sombras.
No en vano, Paul Verlaine escribiría sobre él el día de su canonización: «¡Qué buena es la Iglesia en este siglo de odio, de orgullo, codicia y de todos los pecados, que exalta hoy lo oculto de lo oculto, el manso entre los mansos!». Para el poeta, Labre fue un «pobre espantoso y angelical que mostró al mundo que está equivocado, y que los pies que se creen que son oro y plata, son arcilla».
El pobre de las 40 horas
Benito José Labre pasó los últimos años de su vida en Roma, durmiendo bajo uno de los arcos del Coliseo. Solo salió de allí para peregrinar una vez al año a Loreto. Empezaron a llamarlo el pobre de las 40 horas, por su devoción de pasar ese tiempo –el que se cree que Jesús estuvo en el sepulcro– adorando al Señor ante el Santísimo.
Poco tiempo antes de su muerte, le confió a su confesor con espanto una visión del momento de su muerte, pues «una gran multitud rindió homenaje a mi miserable cuerpo, retirando el Santísimo de la Iglesia para darme a mí las señales de veneración y respeto preparadas a la Sagrada Eucaristía».
Y así fue. El 16 de abril de 1783, con solo 35 años, fue encontrado sin vida en la calle, y enseguida se corrió por toda Roma la voz: «¡Ha muerto el santo!». A su funeral acudió una multitud y en pocos años se comprobaron más de un centenar de milagros por su intercesión.
Hoy es patrono de los mendigos y de los sintecho, de los peregrinos y de cualquier persona que haya experimentado el rechazo y la pobreza en esta vida. Como llegó a escribir de él el andariego Camilo José Cela, «si los vagabundos tuviéramos un santo patrono, lo sería Benito José Labre. Con alas en los pies, devoró las leguas y los caminos en busca de la huella de Dios».