Cooperadores de la cultura del encuentro - Alfa y Omega

Al comenzar el verano, quisiera deciros a todos, tanto a los que podéis iros de vacaciones como a quienes os toca quedaros, unas palabras del Concilio Vaticano II que llevo en mi corazón siempre: «Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón del ser humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. […] Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (GS 10). Esas graves discordias nos separan y nos hacen instaurar la cultura del descarte, del olvido del otro. De ahí mi atrevimiento para hacer esta pregunta: ¿qué horizontes se pueden abrir en nuestra cultura de la globalización para que actúe como solidaridad global al servicio de todos y de cada uno?

Pensad conmigo por unos momentos; el encuentro es esa fuerza extraordinaria que brota y se entiende desde el misterio de la Encarnación, la paradoja de la Cruz y la fuerza de la Resurrección; es decir, es esa fuerza que brota de la aparente debilidad de esos dos acontecimientos y del tercero, que es el triunfo de Dios sobre todas las cosas, pero son los que devuelven a la humanidad el verdadero humanismo que necesita para no instaurar en esta tierra la orfandad, el naufragio, la fragmentación. En este sentido, podemos preguntarnos si la realidad de un mundo sin la cultura del encuentro, que es la que nace del Evangelio, no será en cierta medida la contrapartida de una cultura que estamos haciendo de desencuentros.

Por eso es muy importante para nosotros los creyentes verificar si nuestra proclamación de la fe, nuestro anuncio del Evangelio, despierta en quienes nos escuchan o están a nuestro lado a la compasión, al encuentro con todos los hombres, a la tolerancia, a la provocación, es decir, a llamar hacia Jesucristo, que es la gran fuerza transformadora en el mundo y para el mundo. ¡Qué realidad más profunda encierra la cultura del encuentro! La cultura del encuentro lleva en sí misma una antropología que no es un acontecimiento de naturaleza interior; es verdad que incide en lo más profundo del ser, pero expresa y remite a una existencia histórica, donde prevalece el respeto a la persona y el principio del bien común y tiene como punto de apoyo la conciencia de nuestra dependencia del proyecto de Dios manifestado en Jesucristo.

Es bueno que yo pueda hacer una reflexión en esta carta semanal, pero para que sirva para pensar cada uno y todos juntos, ¿qué puedo hacer yo aquí y ahora para construir la cultura del encuentro? ¿Qué puedo hacer yo para ser profeta del encuentro, del respeto al hábitat humano y constructor de la ciudad del hombre? Porque no basta construir en función de la producción y del consumo, hemos de dejar espacio al milagro del encuentro. Muchas veces me he preguntado, especialmente desde que estoy aquí con vosotros, en una ciudad tan grande, ¿habrá futuro de cultura de encuentro en el mundo? Para responder a estas preguntas, quiero afirmar lo siguiente: no vayamos a los extremos, es decir, no nos quedemos en el espiritualismo, pero tampoco en la ideologización. ¿Por qué? Porque el espiritualismo nos lleva siempre a situar la cultura del encuentro en una especie de devoción o de romanticismo, extraño al desarrollo de la historia y a su futuro, de tal modo que la cultura del encuentro que encuentra su belleza en el misterio de la Encarnación, la Cruz y la Resurrección, transfigura el ser de la persona humana y la llama a hacerse anuncio visible del mundo nuevo inaugurado por el Señor y que continúa a través de la comunidad cristiana. Pero tan grave o más aún es la ideologización, que consiste en reducir la cultura del encuentro a un suceso meramente temporal, ligado a concepciones contingentes, que reduce a Cristo a un ejemplo moral, a la Iglesia a una organización social y la antropología al anuncio de emancipaciones de alienación cultural, económica o política. Ideologizar la cultura del encuentro que tiene su origen en el Evangelio sería traicionarla.

Nos dice el Concilio Vaticano II: «Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios» (GS 39). En este sentido, interesa presentar la cultura del encuentro, descubriendo que ella exige tomar en serio la densidad concreta de las realidades temporales y de la vida humana en la tierra. Los cristianos, aferrados por el Cristo de la Pascua e incorporados a Él por el Bautismo, nos sentimos arrastrados a vivir y construir la cultura del encuentro, que es formar parte de ese dinamismo y ser cooperadores de su realización en tres tareas:

1. Compromiso al servicio de la persona: como Jesucristo, todo creyente está al servicio de la persona y, por ello, en disposición de producir procesos muy profundos de transformación social, del mismo modo que el amor de la Cruz acaba con la violencia y la gracia de Dios destruye el pecado en el mundo.

2. Novedad en la sociedad: la cultura del encuentro introduce en la constitución de la sociedad civil y de su estructura socioeconómica el principio de un amor de simpatía y empatía, de interés particular por la persona y por la sociedad, de atención y participación amigable, especialmente con el más necesitado. Puedo decir, y seguro que estaréis de acuerdo, que donde falta el encuentro domina la muerte (la muerte del amor y de la vida).

3. Transformar el mundo: la cultura del encuentro es la más formidable, universal y misteriosa de las fuerzas divinas inscritas en el corazón humano. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, en él vive la lógica del compartir que perdió cuando quiso hacerse igual a Dios y entró en él la lógica del individualismo. Pero Cristo nos ha devuelto la lógica del compartir, de la hospitalidad, de construir juntos la casa común, de globalizar el amor de Dios. Cristo nos ha devuelto y recuperado la imagen que Dios nos entregó. Por eso nuestra vocación esencial como cristianos y la aportación que estamos llamados a hacer en la construcción del orden temporal se traduce en una vocación de servicio dirigida al bien común. La transformación del mundo no es para la Iglesia una opción facultativa o un acto instrumental, es la vocación que la comunidad eclesial ha recibido del Señor.