Presos libres - Alfa y Omega

Presos libres

La cárcel es uno de los puntos negros de nuestra sociedad. Como una leprosería moderna, allí se concentra todo lo que no queremos ver: delincuentes, drogadictos, pobres, sin techo…, miles de personas que lo tienen muy duro antes, durante y después de estar entre sus muros. Sin embargo, allí, en medio de la desesperación y la miseria, y gracias al trabajo de capellanes y voluntarios, Dios encuentra un resquicio entre los barrotes de las celdas para llegar hasta el preso, llevarle algo de luz y decirle: Yo te amo

Redacción

Roma, año 1198. El diecisiete de diciembre, el Papa Inocencio III firma la Bula Operante divine dispositionis, por la que el Sumo Pontífice aprueba la Orden de la Santísima Trinidad y de la Redención de Cautivos, que desde ese momento y durante siglos será conocida como orden de los Trinitarios. En plena Edad Media, gracias a la regla establecida por su fundador —el francés Juan de Mata—, la Iglesia católica cuenta con la primer institución oficial dedicada al servicio de los presos cristianos que sufrían cautividad por su fe.

Módulo de mujeres de la cárcel de Alcalá-Meco, en Madrid; mes de septiembre de 2008. El padre Eliseo de Gea, sacerdote diocesano, pasea entre las reclusas con una imagen de la Virgen Reina de la Paz entre las manos. Ocho siglos separan estas dos estampas, con un denominador común: la presencia de la Iglesia sigue abriendo espacios de libertad tras los muros del presidio. Y no sólo para los cristianos cautivos, como antaño, sino para todos aquellos que cargan sobre su alma condenas más duras que las judiciales.

Ganzúas sacerdotales

Según los últimos datos facilitados por Instituciones Penitenciarias, en España hay más de 71.200 presos, repartidos en 77 cárceles. Y en todas, al menos un capellán se esfuerza por hacer presente a Cristo entre los reclusos. Uno de esos sacerdotes es don Eliseo de Gea, capellán en la cárcel de mujeres de Alcalá-Meco, en Madrid. Lleva cuatro años cruzando dos veces por semana las puertas enrejadas de la prisión para servir de ganzúa a las cadenas espirituales: «Es sorprendente, pero con los curas se sinceran más que con el abogado. Y no sólo en el sacramento de la Confesión, sino para contarnos sus problemas, sus angustias, y buscar una palabra de consuelo», dice. Desde su experiencia sabe que «las personas que están en la cárcel necesitan a Dios, buscan consuelo y lo encuentran en Él. Descubren que no las ha dejado solas nunca, incluso en situaciones de mucho dolor. Algunas retoman su fe con otra conciencia, porque en la soledad de la prisión hay mucho tiempo para pensar y orar. Hay conversiones impresionantes, y las presas se convierten en testigos que llevan a Cristo a sus módulos, dan testimonio y consuelo a sus compañeras. Se percibe la misericordia, sobre todo en las que más sufren, y uno puede encontrar a Cristo en ellas, ver cómo Cristo las va liberando de sus prisiones interiores».

El padre Garralda, junto a los presos en una cárcel de España

Fe entre delincuentes

Pero no es fácil vivir la fe entre rejas. «El de la cárcel es un mundo muy difícil —afirma el padre Eliseo—, porque supone vivir entre delincuentes. Hay presas que pertenecen a sectas, o son ateas, y que se burlan de las católicas, que nos insultan mientras celebramos o, simplemente, nos desprecian. También pasa con algunos de los funcionarios. Pero, por lo general, lo más duro es vencer la desesperación interior». Y desesperación, en la cárcel, no falta: «Hay mujeres que están rotas por dentro, que sufren un dolor profundo por lo que han hecho, y que tienen en su alma la amargura y el rencor contra lo que a ellas les ha llevado hasta esa situación. La mayoría de la población reclusa es suramericana, mujeres a las que han engañado o involucrado en cuestiones de droga. Y el 90 por ciento de ellas han pasado por situaciones muy problemáticas en su país: mujeres violadas por sus padres y hermanos, abandonadas en la niñez, maltratadas por su pareja, estafadas, sin dinero para mantener a sus hijos… Por eso tienen que sentirse liberadas del odio y del rencor para poder vivir en paz consigo mismas. Tienen que perdonar antes de sentirse perdonadas por Dios. La falta de libertad espiritual es la más dolorosa».

Para derribar esos muros interiores, el padre Eliseo y su compañero de capellanía han organizado un grupo de oración semanal, celebran la Eucaristía dos veces por semana, rezan el Rosario con las presas, las preparan para recibir los sacramentos —«en la última tanda, siete recibieron la Confirmación; cuatro o cinco, el Bautismo; y ocho o nueve la Comunión»—, tienen dirección espiritual, hablan con las familias… Y claro, eso se nota: «Cuando el grupo de oración funciona, hay más paz en la prisión. Por eso ellas mismas nos lo piden. Gozan muchísimo cuando están junto al Señor. Dios vence sus miserias, está actuando constantemente. Y, aunque la gente sólo vea delincuentes, desde dentro se ven milagros porque Dios las ama».

J. L. Vázquez / J. A. Méndez

«Yo estoy contigo y vamos a salir de aquí»

Miriam es una ex reclusa que pasó 19 meses en la prisión de Alcalá-Meco y que, hace unas semanas, obtuvo la libertad, contra todo pronóstico, tras encomendarse a la Virgen. «Mi libertad fue milagrosa, después de rezarle una novena a la Virgen de Medjugorje, la Reina de la Paz. Lo pedí con fe, porque mi condena fue especialmente dura; pero a los cuatro días de rezarle a María, salí a la calle. Puede sonar raro, pero yo sé que es un regalo de la Virgen para que ahora haga algo por Dios». A pesar de las lágrimas que derramó en prisión, Cristo le abrió los ojos a su propia realidad: «Allí fui consciente de que mi vida de antes, (encargada de un club de alterne), me arrastraba al pecado. Pero Él me hizo encontrarme a mí misma, valorar lo que tenía, pedir perdón y sentirme perdonada. Sólo le pedía que cuidara a mi familia y que no me desesperase…, y nunca me sentí abandonada por Él». De hecho, incluso recibió el sacramento de la Confirmación durante su estancia en prisión. Ahora reconoce que, «a pesar de la desesperación, de la soledad y de sentirte culpable, el Señor es tan grande que incluso en la cárcel tienes pruebas de que nunca te abandona». ¿Momentos duros? Los ha vivido a montones: «Lo más difícil es no poder recibir a tu familia, cuando me negaron ver a mi hija, cuando te encuentras con todas las puertas cerradas… Pero luego comprendí que si Él me llevaba allí, sería por algo. Yo no rezo mucho con oraciones hechas, pero me arrodillo y hablo con Él como conversando. Entonces me olvido de la desesperación, de la tristeza y de la amargura. Cuando lloraba por el patio, Él me decía: Tranquila, Yo estoy contigo, y vamos a salir de aquí. Y lo hizo».

«La cárcel iguala mucho»

Las catequesis del Camino Neocatecumenal forman parte de las actividades que desarrolla la Pastoral en el establecimiento penitenciario de Picassent, donde en la actualidad existen dos comunidades, una en el Centro de preventivos y otra, en el de cumplimiento. Los dos equipos de catequistas son testigos de la acción del Espíritu Santo en medio de la cárcel. Don Gaspar Martín-Sacristán, responsable del equipo de catequistas del Centro de Penados, cuenta que acuden a la cárcel «enviados por el arzobispo de Valencia, y llevamos a cada preso el mensaje del Evangelio, que es liberación interior y reconciliación con el prójimo. Durante dos meses, a lo largo de quince encuentros, nos reunimos con los internos que previamente han solicitado al capellán la posibilidad de asistir a las catequesis iniciales —cada año han sido autorizados de 20 a 40 internos—. Al principio, la mayoría de los internos viene por curiosidad, por salir del módulo o para pedir algún favor; algunos acuden en un estado de nerviosismo acusado, con incapacidad, sobre todo en los jóvenes, para centrarse, con dependencia a las drogas o con tratamiento de metadona —que les hace a veces estar dormidos y a veces demasiado espabilados—, pero hace ya tiempo constatamos que muchos vienen impresionados por el testimonio de otros internos que forman parte de la comunidad. Vienen personas de diferente edad, condición social, económica, cultural, raza, nacionalidad, estado mental, sentimientos religiosos. Ha escuchado las catequesis desde el millonario, hasta el que puede estar tirado en la calle, desde el directivo de una gran empresa, hasta el analfabeto. La cárcel iguala mucho: es sorprendente.

A medida que avanza la catequización, el ambiente va cambiando muchísimo. Aumenta el silencio, disminuye el nerviosismo. El que jamás decía nada, comienza a hablar; el que no podía parar de hablar, comienza a estar más callado y a escuchar. Otros dicen que se van al módulo con mucha más paz que cuando han venido. Para algunos, supone empezar a dormir por la noche. Un hermano decía en una ocasión que hacía muchos años le había dicho a Dios que si Él existía, se le mostrara, porque en su vida no había conocido más que el sufrimiento; en ese momento, después de media vida en las cárceles, se sentía en las catequesis, por primera vez, libre.

Además, hablan de las catequesis con su pareja para que las haga (en prisión o en la calle), o bien para que bautice a los hijos, si son pequeños, o para que éstos hagan las catequesis en una parroquia. Cambian también las relaciones con los familiares: alguno nos ha comentado que había visto, al escuchar las catequesis, que tenía que pedir perdón a su familia por todo el daño causado, o bien había aceptado que fueran a visitarlo a la cárcel, porque antes estaba tan escandalizado por su delito que no admitía que lo hicieran. Todo esto se lo dice el Espíritu Santo, porque nunca les hemos dado consejos concretos. Es en la Eucaristía donde se hace más palpable la acción del Espíritu Santo derrochando gracias, y la frase que más se oye es: ¡Qué bien se está aquí! Las oraciones que dirigen a Dios en las celebraciones son tan sinceras que te quedas boquiabierto al escucharlas. Reconocen su miseria y confían en  la misericordia de Dios. Damos gracias a Dios por permitirnos ver, a lo largo de estos años, en numerosos internos verdaderas conversiones, un auténtico cambio moral que nos ha llevado a reconocer y proclamar la potencia de Nuestro Señor Jesucristo».

«Nadie la quería, y me la he traído conmigo»

El padre Garralda, jesuita, lleva más de 30 años acompañando a los presos, viviendo con ellos, ayudándoles a salir adelante. Así empezó todo: «El Evangelio lo que dice es que Cristo está con los pobres, así que me fui con ellos. Estuve en un poblado viviendo con ellos. Allí una vecina cayó presa y me pidieron que fuera a verla». De su primera impresión sólo le sale repetir una palabra: «Flotando, flotando. No tenía ni idea de lo que era la cárcel. Un día, nada más llegar, hubo una reunión del equipo de tratamiento. Yo no tenía ni idea de lo que era aquello, y allí la directora me dijo: Padre, ¿quiere dar clases de francés? Yo dije: No. Y ella: ¿Y clase de matemáticas? Y yo dije: No. Y ella: ¿Quiere ayudar con los deportes? Y yo: Tampoco. Entonces ella se indigna: Entonces, ¿a qué viene usted aquí? ¿A decir misa nada más? Y yo le respondí: ¡Y nada menos! Y así empecé».

En estos 30 años, ha seguido un itinerario que le ha llevado a conocer de cerca una realidad que pocos quieren tener en cuenta: pobres, drogadictos, sin techo, inmigrantes sin papeles, y luego con los niños de todos ellos. Gracias a su experiencia ha puesto en marcha la Fundación Horizontes abiertos: «Nuestro objetivo son los marginados, los preferidos por el Señor».

El padre Garralda tiene una visión distinta de la cárcel de la que puede tener una mirada desde fuera dominada por el miedo. «La cárcel —afirma— es una maravilla. Ha cambiado mucho, para mejor, se está haciendo un esfuerzo enorme, pero la sociedad no acaba de convencerse de ese esfuerzo. Es reacia; pensamos: si está en la cárcel es que es malo. La sociedad es tremendamente injusta con el preso, porque el preso que sale lo hace porque ha pagado su pena. Parece que, cuando salen, llevan la palabra preso escrita en la frente. La sociedad persigue al preso, y éste sale ya con una situación difícil, con poca fuerza, sin futuro. Mientras la sociedad sea tan dura y los católicos no tengamos un sentimiento real de acogida para con los presos, el que no tiene donde agarrase se queda en la calle. El problema de la cárcel hoy es la sociedad. Tiene que implicarse más, y los católicos deben dar aquí el do de pecho; hay que unirse a nuestros hermanos, porque Cristo lo dijo: Estuve preso y me visitasteis. El preso es hermano nuestro y Cristo nos lo encomienda especialmente». Y termina con un aldabonazo: «Si la Iglesia católica destacase seriamente por su caridad, el mundo creería. La cárcel es terreno abonado, ¿pero dónde están los evangelizadores?».

Doy gracias por estar aquí

El padre Garralda habla de la cárcel con pasión, y dice sin rubor que es el terreno de Dios: «He oído bastantes veces en medio de una Eucaristía: Doy gracias a Dios por haber venido a la cárcel, porque aquí he conocido a Dios. Yo a los presos les digo: Mira, te voy a enseñar a rezar. Y me dicen: Que yo no tengo cabeza. E insisto: Cuando estés “chapao”, en tu “chabolo”, solo, por la noche, cierra los ojos y di una sola palabra: “Padre”. Y Dios estará contigo allí. Las misas en la cárcel son impresionantes. Llegan allí con sus barbas, sus problemas, comulgan… ¡Es el terreno de Dios! Siempre que voy allí, no tengo problemas para hablar de Dios. La cárcel es muy dura para evangelizar, y la gente prefirió convertirse en trabajadores sociales. Yo, desde el principio, empecé a decir misa y a hablar de Dios con ellos. ¿Que si me escuchan? Toma, pero como locos. Van a misa voluntariamente, y van, claro que van, y comulgan muchos con lágrimas, que te quedas impresionado. ¡Si son los pobres de Dios!».

A la hora de recordar a algún preso que le haya marcado especialmente, no lo duda y habla de la Pepi: «Es la primera que vi ahorcada, en Yeserías. Cuando llegué esa mañana a la cárcel, las presas estaban dando patadas a las puertas, porque sabían que se había ahorcado. Aquella chiquilla pesaría 30 kilos, comida por el sida, por la droga, desdentada, ladrona, prostituta para poder drogarse… Todos los pecados del mundo, veniales y mortales, los tenía la pobrecilla. Yo la quería con el alma. Nada más enterarme de eso, misa. Vino toda la cárcel a misa, y recuerdo perfectamente que sentí una moción interior de Dios: Es verdad, está conmigo, díselo a la gente, que está conmigo; nadie la quería, me la he traído yo conmigo».