¡Paz a vosotros! - Alfa y Omega

¡Paz a vosotros!

Segundo domingo de Pascua, o de la Divina Misericordia

Juan Antonio Martínez Camino
San Juan Pablo II, el Papa de la Divina Misericordia

El siglo XX ha sido el siglo de las declaraciones de los derechos humanos. La proclamación de estos derechos fue, no cabe duda, un magnífico fruto de una sensibilidad largamente cultivada acerca de la dignidad de toda persona. Pero fue también una reacción saludable frente a los totalitarismos de diverso signo político que convirtieron a determinados Estados desarrollados en maquinarias infernales de opresión y de violencia. El siglo XX ha sido también el siglo de las víctimas y de los mártires.

Es necesario salvaguardar el gran patrimonio de los derechos humanos. Ciertos ideólogos, que se presentan como sus valedores exclusivos con etiquetas aparentemente nuevas, en realidad, siguen bebiendo de las mismas anticuadas fuentes del inmanentismo antropocéntrico que pretende excluir de la vida pública a Dios y su santa Ley de amor, recluyéndolos, por ahora, en el ámbito de lo privado. Europa no puede olvidar que tal intento constituyó el ingrediente básico de la locura que condujo, no hace mucho tiempo, a la violación masiva de la dignidad humana y a las guerras más crueles de la Historia.

¡Paz a vosotros! es el saludo que resuena por tres veces en boca del Resucitado en el Evangelio de este domingo, dedicado por san Juan Pablo II a la Divina misericordia. Hace ahora diez años de la muerte del Papa santo, acontecida precisamente en la víspera de ese domingo. Él, que había sufrido en persona la tragedia del siglo XX, sabía bien que estas generaciones están heridas por una cultura ajena a la misericordia divina y, por tanto, sedientas de paz. Lo describió con gran inspiración en su encíclica Dives in misericordia.

La paz de las almas y de las sociedades no es profunda ni duradera, si no viene del corazón de Dios, abierto para todos en el corazón de Cristo, de modo que, con Tomás, se pueda poner en él la mano de la fe. El corazón del Resucitado es la fuente de la paz, porque de él brota para la Humanidad el torrente del amor divino, que sigue fluyendo de los sacramentos de la Iglesia. De allí manan el agua que lava nuestras inmundicias y la sangre que nos hace consanguíneos de Dios; de allí, el Espíritu que rehace con el perdón divino nuestras vidas rotas por el pecado y que fortalece nuestro corazón y nuestros brazos para el combate del bien; de allí, la gracia del ministerio apostólico y de la comunidad conyugal; de allí, la curación de nuestras enfermedades y de la muerte.

Son todos dones a un tiempo para el individuo y para la sociedad. Sólo la persona liberada de la debilidad congénita de la soberbia egoísta por la unión con la fuerza infinita del amor de Dios puede contribuir a la victoria social de la paz sobre la discordia. Sólo una sociedad abierta a la ciudadanía celeste de sus miembros puede constituir un lugar habitable para ellos. Aquella persona y esta sociedad escuchan y acogen, en libertad, el saludo del Resucitado: ¡Paz!

Evangelio / Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

«Paz a vosotros». Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».

Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:

«Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»

Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.