Ni ángeles ni demonios - Alfa y Omega

Ni ángeles ni demonios

Secularización de la sociedad, sacerdotes que abandonaron su ministerio, confusión moral y doctrinal… Durante mucho tiempo se ha demonizado el Mayo del 68 por todas sus consecuencias negativas sobre la Iglesia. Algunas ya estaban allí, pero no lo sabíamos. Otras son positivas y aún están por reconocer

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Estudiantes y policías se enfrentan en el barrio latino de Paris, en mayo de 1968. Foto: Collection RaDAR

«No hay lugar para el Evangelio en esta feria», dijo Jean-Marie Lustiger, futuro cardenal arzobispo de París y en aquellos años capellán del centro Richelieu, lugar de reunión de los estudiantes católicos de La Sorbona. Eran los primeros días del Mayo del 68 francés, y la confusión que reinaba en las calles se había trasladado también a las conciencias de las gentes de Iglesia: por un lado, el mismo presidente del centro Richelieu era arrestado por violencia contra la Policía en una de aquellas marchas estudiantiles; por otro, el arzobispo de París, monseñor Marty, defendía en los periódicos: «Dios no es conservador, Dios está por la justicia».

El hoy sacerdote José Luis Rubio Willen vivió aquellos años en primera persona, porque entonces regentaba una tienda de discos y viajaba a menudo a Francia y a Inglaterra en busca de material y de conciertos. Poco antes de las revueltas se encontraba en Marsella, en un ambiente estudiantil, de cantautores, teatros y vida bohemia. «Entonces ya se palpaba una sensación de incomodidad y de contestación», cuenta. Lo que empezó después en el barrio latino de París como algo solo de estudiantes pronto se extendió a otras esferas de la sociedad francesa: hubo una huelga general, la política se enrareció… Pero ese Mayo del 68 no tenía ninguna filosofía ni ideología, era más una protesta contestataria de una juventud que no estaba a gusto. Fue en realidad una huelga general con algunos ingredientes políticos e idealistas», afirma.

«Dios no contaba para nada»

Hoy tiene presente que «en el ambiente en el que solía moverme, Dios no contaba para nada. La gente, la juventud, estaba muy despegada de Dios, muy al margen de la Iglesia, aunque todos estuviéramos bautizados y todo el mundo a la hora de casarse lo hiciera en un templo».

Antes de convertirse y ordenarse sacerdote hace apenas diez años, Rubio Willen pasó por muchas etapas y conoció bien el corazón de la juventud de entonces: fue cantautor, locutor de radio, modelo y fotógrafo de moda, dueño de varias discotecas y compañero de productora de Pedro Almodóvar. Hoy recuerda que «aquella generación nuestra veía todo lo relacionado con la Iglesia como algo de vitrina, pero que no enganchaba en absoluto con nosotros. En cuanto aparecieron las discotecas y los pubs, los jóvenes se marcharon, y no se supo llenar este vacío».

Fue una oportunidad que la Iglesia no supo aprovechar. En su opinión, la Iglesia se adelantó a todo aquel malestar del 68 con el Concilio Vaticano II, «que hizo una actualización en todo para poder relacionarse con la sociedad de su tiempo», pero el resultado es que al final no pudo acompasarse con ella. «El problema es que los frutos de los concilios no se ven enseguida; los del de Trento han durado 500 años. El Vaticano II es un concilio joven, pero los frutos no fueron inmediatos; en realidad, hasta que se aplique del todo va a pasar algún tiempo, pero los jóvenes de entonces no teníamos ese tiempo y no podíamos esperar», dice.

Un momento del Concilio Vaticano II

La vida como sacramento

Lucas Cano, párroco Nuestra Señora de las Angustias, en Madrid, recibió la ordenación sacerdotal en este año mítico, clave para la iconografía cultural del siglo XX. «Fue una época ilusionante, porque después de la Segunda Guerra Mundial vino un progreso económico muy materialista, y la gente estaba cansada de eso. Era una generación que no había conocido la guerra y vivía el bienestar puro y duro, pero eso no le hacía feliz. Por eso empezó a surgir con fuerza esa llamada a la libertad, al amor, a vivir…», rememora.

Todo ese ambiente, unido a los aires nuevos que llegaban del Concilio, llegó también a los seminarios y propició la llegada de nuevos curas a las parroquias. «Nosotros veníamos de estudiar la teología de la Iglesia tradicional, de Trento y del Vaticano I, pero en el Vaticano II la Iglesia muestra su apertura y salen los grandes decretos sobre la Iglesia como pueblo de Dios, sobre la libertad religiosa, sobre la liturgia. Eso fue algo radical, reforzado por lo que se respiraba en el entorno social. De ahí salió una generación de sacerdotes diferente ya de la generación anterior», una hornada de curas «abierta a la conciencia de que los sacramentos son para la vida, y a la vida misma entendida como sacramento. Eso fue para nosotros un aire fresco y una libertad tremendos, que de alguna manera estaba en contraposición con el modelo de Iglesia anterior, a la que veíamos como más de normas, de leyes, más moralizante, más de estructuras. Veníamos de una Iglesia piramidal entendida como una sociedad perfecta, y el Concilio nos hizo ver la Iglesia como el pueblo de Dios, gracias a una nueva teología del laicado».

Para Cano, todo eso «nos hizo salir del seminario con un deseo muy grande de estar cerca de la gente, de romper formas si era necesario, por ejemplo dejando la sotana o el clériman. Pero eso sí, enseguida vimos la necesidad de formar a los laicos, porque estaban más acostumbrados a recibir catecismo que experiencia de Dios. Y de ahí surgieron los catecumenados, las clases de Biblia, los curas obreros…».

También surgió en aquellos años la Humanae vitae, precisamente en julio de 1968, «lo que para la moral matrimonial fue una revolución, porque hablaba de paternidad responsable en un contexto en el que parecía que casi todo lo que tuviera que ver con el sexo era pecado», admite.

En España, concretamente, esta actitud de «acercarnos a la gente, de estar inmersos, de tomar conciencia política y sindical, de relacionarnos con el mundo político, laboral y social, trajo al final algo muy bueno: el gran servicio que prestó la Iglesia al cambio social y político de la Transición».

La secularización ya estaba

¿Qué pasó entonces para que ese aire nuevo que se respiraba en la Iglesia no lograra conectar con una sociedad que también empezaba a ilusionarse con los cambios?

«Pues como un adolescente que empezaba a descubrir la vida, al principio te puedes descolocar pero luego vuelves a situarte; lo que les pasó a algunos es que no volvieron y la vida les arrastró», reconoce hoy este sacerdote. «Hubo gente que no era religiosa y que simplemente se veía obligada a ir a actos religiosos, pero no tenía experiencia de Dios. Muchos que vivían la fe así lo acabaron dejando. Cuando hay menos presión, el que está convencido sigue; y el que no, lo deja. La religión empezó a quitarse muchas capas del barniz cultural en el que se había convertido. Más que secularizarse, se empezó a manifestar la secularización que ya estaba. La religiosidad popular y natural empezó a deshacerse».

Lo mismo sucedió con los sacerdotes: «muchos se metieron en esta dinámica y se dejaron atrapar por el movimiento social y político, sin ser ellos conscientes de lo que les estaba pasando», lamenta.

Como en las siete y media

En contrapartida, la toma de responsabilidad y protagonismo de los laicos se tradujo en una efervescencia de comunidades parroquiales, comunidades cristianas de base, movimientos como el Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Sant’Egidio…, «todo por un deseo de formarse y de ser auténticos. Los laicos empezaron a estar más comprometidos y a ser más protagonistas», afirma el sacerdote.

A la hora de hacer balance de lo sucedido aquellos años, este párroco madrileño alerta de que «las crisis de aquellos años han originado hoy un movimiento hacia atrás: hay personas que prefieren no arriesgarse, la seguridad, el obedecer y mandar, el mantener lo conseguido…». Por eso cree que el Concilio, aunque fue «una gran gracia de Dios», todavía «está por estrenar». Desde la mirada que tiene a 50 años de aquellos acontecimientos, opina que lo que pasó entonces y lo que ocurrió después «es como el juego de las siete y media, que veces te pasas y a veces no llegas: depende de cada uno arriesgar o conservar. Es normal que ante las pasadas de frenada entre el miedo y quieras ir sobre seguro, pero Dios quiere que la Iglesia acompañe cada tiempo de la historia. La Iglesia no está para mantenerse inamovible, sino para vivir cada época que nos toca vivir».

José Luis Rubio en su época joven, y en la actualidad. Fotos: José Luis Rubio Willen

Una fe más exigente

El historiador Francisco Martínez Hoyos, autor de La Iglesia rebelde, afirma que Mayo del 68 encontró a la Iglesia católica «en plena crisis posconciliar», en medio de una batalla «no entre partidarios y detractores del Vaticano II, sino entre los que pensaban que el Concilio era un punto de llegada y los que creían que era un punto de partida». Así, nos encontramos «en una etapa de auge del cristianismo izquierdista, con el surgimiento de la teología de la liberación», lo que le lleva a preguntarse «si no se produjo en realidad en aquellos años una confusión entre la religión y la política».

En España, toda esta ebullición se cataliza en fenómenos como «la crisis de la Acción Católica y la secularización masiva de sacerdotes. Al final, el Concilio creó tantas expectativas que muchos, gente muy preparada y comprometida, no tardaron en verse defraudados. Aquí hemos tendido a relacionar estos fenómenos con la dictadura franquista, pero lo cierto es que se dieron también en los países democráticos. Porque pasamos de una sociedad impregnada a todos sus niveles por el cristianismo, a otra en la que primaba la secularización».

Sin embargo, hay una nota positiva en todo esto, porque «surge en estos años una manera más exigente de vivir la fe: ya no se pide al católico que se limite a cumplir con unos ritos, como la asistencia a Misa y ya está. Se espera de él que se involucre de forma activa en la vida de la Iglesia», dice Martínez Hoyos.

El único revolucionario

Mayo del 68 y el Concilio Vaticano II. Ambos acontecimientos han pasado a la historia dejando tras de sí cierto poso de amargura: el primero como de un buen sueño interrumpido; el segundo, como otro buen sueño que no ha terminado de hacerse realidad. Lo afirmaba Benedicto XVI en 2008, a los 40 años de aquella revolución: «Las promesas del 68 no se han cumplido; y renace la convicción de que hay otro mundo, más complejo, porque exige la transformación de nuestro corazón, pero más verdadero». En 1968, «muchos pensaban que el tiempo histórico de la Iglesia y de la fe ya había concluido –decía el Papa–, que se había entrado en una nueva era, donde estas cosas se podrían estudiar como si fueran mitología clásica. Al contrario, la fe es de una actualidad permanente».

O, como vislumbraba en 1968 el autor de una conocida pintada en el corazón de la Sorbona, fotografiada en blanco y negro en la fachada de la universidad: «Cristo es el único revolucionario».