Canto al Señor - Alfa y Omega

¿Has caído en la cuenta de cuántas personas buscan dónde reclinar su corazón? ¡Cuánta soledad! ¡Cuántos silencios! ¡Cuántas búsquedas! ¡Cuántos vacíos! Jesús en su vida pública percibió esta realidad de los hombres, se acercó a todas las circunstancias y a todos los caminos. Se encontró con familias, enfermos, esclavos de sus propios egoísmos y pecados, gente sencilla que vivía de cara a Dios y que eran felices porque se habían encontrado con Él. Jesús sigue haciendo lo mismo: se acerca a nosotros. Después de su Resurrección, ha querido permanecer con nosotros en el misterio de la Eucaristía, ha querido prolongar su encarnación quedándose con nosotros. Y lo hace porque los hombres seguimos teniendo necesidad de encontrarnos con Él. De modos diversos, a veces sin saberlo, a menudo con medios incluso no adecuados, ¡cuánta gente busca hoy a Dios! ¡Cuánta gente busca y necesita la amistad, la cercanía y la misericordia que ofrece Jesús! ¡Cuánta necesidad de que alguien toque su mente y su corazón! ¡Cuántos esperan y buscan un signo! Pues me atrevo a deciros y a proponeros que os acerquéis a Jesús Eucaristía. En medio de esta sociedad y de las situaciones que vivimos los hombres, se presenta como el Pan de Vida, el Pan de la Unidad, el Pan de la Fraternidad, el Pan que nos une y nos hace buscar proyectos que construyen el humanismo verdadero en medio de esta sociedad. ¿Os suena a escándalo? No lo es. El Dios que se nos ha revelado en Jesucristo nos dijo que estaría siempre con nosotros y lo cumple, se ha quedado entre nosotros en el misterio de la Eucaristía: míralo, contémplalo, deja que se acerque a tu vida, dile lo que necesitas, Él te conoce, pero quiere estar a tu lado y de tu parte. Mírale. El Evangelio nos lo dice claramente: no hay otro signo más que Jesucristo y este crucificado. El único signo es Jesús elevado en la Cruz y que ha resucitado.

Sí, Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. Solamente en Él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este ha sido el anuncio central de la Iglesia desde hace XXI siglos y que nunca ha cambiado. Dicho esto así, expresamos con fuerza y con suma claridad que la fe cristiana no es ideología, sino un encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia fundamental, que a la vez es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar, nace una existencia marcada por el amor. Esta existencia nueva es la que necesita nuestro mundo y que hoy te ofrezco que la compruebes y la asumas en el misterio de la Eucaristía.

¡Qué experiencia tan maravillosa! ¡Cómo cambia la vida! Así lo expresan estas palabras del Evangelio de san Juan: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Dios ama a su criatura, ama al hombre; lo ama también en su caída y además no lo abandona a sí mismo. Ama hasta el fin y con todas las consecuencias. De tal manera que lleva el amor hasta su extremo, ha bajado de la gloria divina, se ha desprendido de sus vestiduras de gloria y se ha vestido con ropa de esclavo. ¡Qué hondura de entrega! ¡Qué fuerza de generosidad! Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída y se arrodilla ante nosotros desempeñando el servicio de esclavo. Es capaz de lavar nuestros pies sucios para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos hacer nunca. Y ahora, después de su Resurrección se queda entre nosotros, nos permite que nos alimentemos de Él, que lo contemplemos, que lo adoremos, que lo miremos, que descubramos las grandes tareas que Él nos propone realizar en este mundo, tareas de Él, que siempre construyen, que siempre rompen fronteras, que siempre unen a los hombres, que siempre nos hacen buscar lo mejor para el otro.

El Dios cristiano no es un Dios lejano, distante y demasiado grande para ocuparse de nosotros; precisamente porque es grande, puede interesarse por las cosas pequeñas. «El cual siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 6-8). Por eso, Dios que es amor, se hizo hombre en Jesús, llamado la «Palabra» en el Evangelio de san Juan. Y lo hizo para arrancar al hombre del peligro de su desrealización espiritual y revelarle el sentido que tiene su existencia. En el día del Corpus Christi, la Iglesia celebra su presencia real entre nosotros y nosotros estamos invitados a contemplarlo: mírale y déjate mirar por Él.

Pensemos en el hombre de arriba abajo, pensemos en nosotros de arriba abajo, es decir, desde Dios mismo. Pensemos al hombre desde el Hombre Verdadero, desde Jesús. Así comprobaremos y experimentaremos que el hombre es grande, que el ser humano es grande y digno de amor. ¡Qué belleza tiene el pensar que Dios creó todas las cosas mandándolas existir y sin embargo al hombre lo creó llamándole por su nombre a la existencia! ¡Qué fuerza tiene la santidad de Dios para entender y penetrar en el misterio del hombre! La santidad de Dios es poder de amor y por eso es poder purificador y sanador. Esta sociedad sanará si dejamos que entre Dios en el corazón del hombre, es el médico que sana desde dentro, en la raíz de nuestra existencia.

Dios descendiendo, haciéndose esclavo, míralo en el misterio de la Eucaristía –como decía antes– nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. ¿Sabéis lo que significa y lo que nos trae a nuestra vida el poder sentarnos a la mesa de Dios mismo? ¿Sabéis el poder transformador que tiene esto en la historia humana? Respondamos a estas cuestiones con claridad: fuera la autosuficiencia; fuera los límites a un amor ilimitado; volvamos a nuestra casa, es decir, a nuestra identidad; fuera la falta de generosidad; fuera el no saber vivir en el perdón permanente; fuera la ausencia de comunión; fuera la incapacidad de estar dispuestos a defender la vida; fuera el no saber reconocer los derechos de la persona humana…

Aquí se revela todo el misterio de Jesucristo, se pone de manifiesto lo que significa la redención. Os lo digo con tres expresiones:

1. Contempla a Jesús, nos regala un amor que nos lava. Qué hondura tienen estas palabras de Jesús: «Vosotros estáis limpios, pero no todos» (Jn 13, 10). ¿Qué nos quiere decir el Señor con esto? Que lo que hace impuro al hombre es el rechazo de su amor, el no querer ser amado. El no admitir a un Dios que se hizo cercano y sanador en Jesucristo. El Señor nos hace esta gran invitación: que nos levantemos y entremos en la comunión de la mesa con Él, esto es, con Dios mismo.

2. Mira a Jesús y contempla su humildad, bondad, y valentía. ¡Qué mística tiene para nuestra vida contemplar a Jesús, que nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad y a estar dispuestos a aceptar el rechazo actuando, a pesar de ello, con bondad, amor y perseverando con todas las consecuencias!

3. Míralo y tendrás la sabiduría para saberte amado y sanado por Él. Quien se sabe amado y sanado, se siente impulsado a amar y a sanar. Precisamente, el Señor que nos ha amado, nos pide que también nosotros pongamos en el centro de nuestra vida el amor a Él y que demos ese amor a todos los hombres que Él ama sin excepción. Para construir nuestro mundo, que en tantas partes está roto, hoy necesitamos recuperar el verdadero amor, el amor que salva y que hace mirar al otro como hermano, que no olvida ni deja descartados a nadie.

Por ello os propongo, en esta carta que sale del corazón, que seamos valientes, atrevidos y arriesgados para presentar en medio de nuestra cultura y nuestro tiempo a Jesucristo, el mismo que se ha quedado con nosotros en el misterio de la Eucaristía.