¡Vivir sin miedo! - Alfa y Omega

¡Vivir sin miedo!

Colaborador

Hola, me llamo Teresa!, vivo en Genesaret, una ciudad muy grande de Galilea, gobernada por los romanos. En mi casa, siempre hemos sido bastante religiosos y como ahora además no podemos ir a la sinagoga, y se nos suele tener muy vigilados, mi abuela, todos los días, antes de acostarnos, nos lee un texto de las Escrituras. Además, por la tarde suele venir a mi casa mucha gente, unos de por aquí, que conocemos porque son vecinos nuestros, y otros que en mi vida había visto, pero da igual, porque todos nos acabamos conociendo y tratando como en familia, ¡incluso entre nosotros nos llamamos hermanos!

El otro día, le pregunté a mi madre: ¿Cómo es que nos llamamos así? porque estaba claro que, además de que tenemos diferentes padres, la verdad es que no nos parecemos en nada. Mi madre me dijo: No es que seamos hermanos de carne, sino que somos hermanos en la fe, porque creemos en el mismo Dios, que es nuestro Padre, y somos todos hermanos de un tal Jesús al que muchos llaman Cristo, que los romanos han sacrificado hace poco; según mi madre, porque decía ser hijo de Dios, y decía muchas verdades, de las cuales muchas ya estaban anunciadas en las Escrituras.

Yo tengo muchas veces miedo de que toda esa gente venga todavía a mi casa, a reunirse y a rezar con la Escritura, porque en cualquier momento podrían aparecer los romanos a castigarnos a nosotros, y crucificarnos como a Jesús. Aun así, ¡ellos se reúnen y siguen viniendo! ¡Qué valientes! Y no solamente es eso, sino que además, cuando se reúnen, ¡cantan e incluso ríen! Pero mi padre el otro día, al verme tan asustada, me dijo que no pasaba nada, porque precisamente Jesús, al morir, nos dejó una misión que es la de proclamar la verdad, el Evangelio, la conversión y la salvación, sin miedo.

La verdad es que me quedé pensándolo unos cuantos días. ¿De dónde sacarían los mayores, incluso los abuelitos, tanta fuerza y valor para seguir cumpliendo una misión tan arriesgada? Mi madre me dijo que la fuerza nos la da el Espíritu Santo.

Aun así yo sigo teniendo un poco de miedo, y le dije a mi abuela que para eso también nos podíamos reunir cada uno en su casa con su familia, porque así también hacemos lo mismo, y además así llamábamos menos la atención para que los romanos no sospecharan. Pero mi abuela me respondió que, precisamente, lo que tenemos que hacer es manifestarnos para que todo el mundo, incluso los que están lejos, se enteren de la verdad, y para conseguirlo debemos seguir el ejemplo de dos secretos que nos reveló Jesús antes de irse: permanecer unidos, queriéndonos mucho.

Incluso ¡nos dijo que quisiéramos a los romanos! ¡Eso sí que lo veo difícil! ¡Sin embargo, mis padres no lo deben ver muy difícil! ¡Porque le abren la puerta a todo el que llama! El otro día por la tarde, cuando estábamos todos reunidos, ¡llamó un romano a la puerta! Yo me quedé aterrada. Pensé ¡que ya venían a por nosotros! Y le dije a mi hermana, que estaba a mi lado: ¿Lo ves? ¡Ya te lo dije yo! ¡Nos han pillado!

Mi padre se acercó a él. Estuvieron un rato hablando y poco después, se abrazaron, se dieron la paz y se unió a todos nosotros. Últimamente viene todos los días. ¡Ya no le tengo miedo!

El otro día, cuando me levanté, noté un ambiente un poco raro: Todo el mundo corría de un lado para otro, chillando por aquí, chillando por allá; era mi madre, que se había encarcelado en la cocina con las vecinas, y gritaba constantemente: ¡Isabel, pásame la pimienta!; ¡Sara, acércame los dátiles!

—¡Ya no quedan, mamá!

¿Qué ya no quedan? Toma tres denarios y compra cuatro docenas.

Mi padre, entre tanto, se había ido con Jeremías a pescar. En resumen, el barrio entero parecía un avispero. Mi abuela, antes de salir corriendo como los demás, me dijo que el discípulo Bernabé llegaría esta tarde para compartir con nosotros la Palabra, después iba a venir a cenar a nuestra casa. Me ha contado que los discípulos van de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad proclamando la Palabra, incluso me ha dicho que en algunos pueblos ¡han hecho milagros!

Y es verdad, porque hace poco llegó un hombre que decía que hace unos años era leproso, pero que un discípulo de Jesús le curó. Muchos como éste ya han pasado por mi casa, y están tan contentos que no hacen más que contárselo al primero que ven.

Creo que ya sé lo que significa ser cristiano y formar parte de una comunidad cristiana: Vivir sin miedo, contentos cada día con lo que Dios nos da, compartiéndolo todo con los demás, y como dicen en casa: En esto reconocerán que somos discípulos de Jesús.

Teresa Solana Quesada, 12 años