La santa insolencia - Alfa y Omega

La santa insolencia

«¿De qué se ríen los santos?». Un puñado de buenas respuestas -más de 200 anécdotas- a esta pregunta lo encontramos en este reciente libro de Lia Carini Alimandi (ed. Ciudad Nueva), para quien «los santos son verdaderos maestros de la sonrisa, los distribuidores del humor más eficaces». Su felicidad desmesurada los hace ser desconcertantes, e incluso insolentes, pues su peculiar mirada a la realidad, tan sabia e inteligente como inocente y generosa, muestra un tipo único de atrevimiento y de descaro con denominación de origen. No hay imitaciones. Hace falta «caché» evangélico. Veamos algunos ejemplos:

Manuel María Bru Alonso

Ya san Atanasio, por remontarnos a los orígenes, ilustre Doctor de la Iglesia y Patriarca de Alejandría, supo burlarse de la policía que le perseguía por todo Egipto, cuando se vio sorprendido al atravesar el Nilo en un bote.

—¿Has visto a Atanasio?, le preguntaron.

—Sí, lo he visto, contestó, sin necesidad de mentir.

—¿Está lejos de aquí?

Y, sin dudarlo, les aseguro:

—No. No. Está muy cerca. Pero remad deprisa y con fuerza.

Libres de adulaciones

La mayoría de las veces no es de la policía de quienes se han tenido que librar los santos, sino de aquellos que, de un modo u otro, buscan fáciles apoyos en su santidad. Sant’Egidio, con la libertad que le caracterizaba, les contestó así a dos ricos cardenales, que con cara piadosa le pidieron oraciones:

—Señores, ¿qué necesidad tenéis de mis oraciones? Seguro que vosotros tenéis más fe y esperanza que yo, pues a pesar de las riquezas, los honores y la fortuna que poseéis en este mundo, aún tenéis esperanza de salvaros; yo, en cambio, con una vida dura y llena de fatigas como la mía, tengo miedo de poder condenarme.

San Carlos Borromeo no se atrevió a negarle a una campesina la bendición de sus campos, cuando ésta esperaba un milagro que sustituyese el trabajo y el cuidado de la tierra, pero sí se atrevió a sustituir las palabras de bendición por estas otras: ¡Azada y abono!, ¡azada y abono!

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La vidente de Lourdes, Bernardette Soubirous, fue a una escuela de monjas como alumna externa. Un día una Hermana le enseñó una foto de los hechos de Lourdes, demostrando su admiración por la afortunada vidente, y Bernadette explotó:

—¿Para qué sirve una escoba?

La monja, sorprendida, contesta:

—¡Qué pregunta!, pues para barrer.

Bernardette continúa:

—Y ¿después?

—Después —contesta la monja—, después se pone en su sitio, detrás de la puerta.

Bernardette entonces se explica:

—Pues eso es lo que ha hecho la Virgen conmigo, me usó, y luego me puso en mi sitio. Y yo estoy contenta de ello.

El Papa san Pío X tuvo también que improvisar una aguda respuesta ante la sorprendente ocurrencia de una noble señora que le pidió una de sus medias, con la que pretendía aliviar el dolor de su pierna:

—¡Oh! —exclamó Pío X sonriendo—, pues yo me la pongo todos los días y sigo teniendo muchísimos dolores.

Con sano humor, el santo Papa solía también reírse del complejo entramado de la Curia romana, como cuando, despachando con un obispo, le comentó la sed que tenía. El prelado, bien dispuesto, quiso primero ir él a por un vaso de agua:

—¡Un prelado que va a por un vaso de agua!, ¡no te lo perdonarían!, —dijo el Papa.

La segunda idea del obispo fue entonces pedírselo a un camarero.

—¡Déjalo! —continuó Pío X—, se convertiría en toda una empresa: el camarero se lo pediría al ayuda de cámara, éste querría saber qué bebida prefiere el Papa, si fría o caliente… ¡Demasiadas complicaciones por un vaso de agua! Pensándolo bien, es mejor que nos aguantemos la sed y que no molestemos a nadie hasta la hora de la cena.

Bernadette y la escoba
Bernadette y la escoba

Sin pelos en la lengua

De otro santo Papa, el Papa bueno Juan XXIII, se cuentan cientos de graciosas anécdotas. La misma noche de su elección le costaba mucho dormirse, y como no es que le ayudasen mucho a conciliar el sueño los pasos del guardia ante su puerta, se levantó y le dijo: Vaya, vaya usted a descansar, y así podremos dormir los dos.

En pleno Concilio Vaticano II, desconcertó a un buen amigo suyo con una alarmante confidencia en voz baja:

—¡Sabes!, eso de que el Espíritu Santo es el que asiste al Papa, no es verdad.

Y ante el estupor de su amigo añadió:

—Soy yo su asistente: es Él quien lo hace todo. El Concilio ha sido idea suya.

Y cuando, por ejemplo, le decían que algún cardenal, como Canali, podría oponerse a alguna de sus decisiones, él contestaba: De niño, me saltaba siempre los canales (canali, en italiano).

Del Papa León XIII se cuenta que, no habiendo salido muy favorecido que digamos en un retrato que le habían hecho, y pidiéndole el pintor una leyenda que acompañase el nombre del Pontífice en el título que aparecería inscrito en el marco, León XIII le sonrío malicioso y le dijo: Mateo 14,27. Cuando el pintor, en su casa, buscó la cita evangélica, se encontró con las palabras de Jesús a sus apóstoles al verle éstos andar sobre las aguas: Soy yo. ¡No temáis!

Con menos rodeos respondió santa Teresa de Jesús, la santa jovial y andariega que solía rezar aquello de Líbrame, Señor, de las devociones tontas y de los santos con expresión amarga, a un monje que la había retratado:

—¡Dios te perdone, fray Juan! Después de haberme hecho penar tanto, me has sacado fea y legañosa.

Tampoco se andaba con chiquitas si alguien hacía por burlarse de ella, como cuando un aristócrata con sonrisa sarcástica, para tomarla el pelo porque andaba descalza, le dijo:

—¡Qué pies más bonitos tenéis, Madre!

Y ella, sin mediar un instante, le contestó:

—Miradlos bien, caballero, pues ésta será la última vez que los veáis.

Y fue.

El padre Pío, ahora en proceso de beatificación, tampoco se dejaba intimidar por los demás, como ocurrió con aquel médico que, examinando sus estigmas, le dijo:

—Le han salido porque usted pensaba con demasiada fijación en las llagas de Cristo.

El Padre Pío, entonces, le contestó:

—¡Claro, hijo mío! piensa fijamente en un buey y verás que te saldrán los cuernos…

San Atanasio y la policía
San Atanasio y la policía

El buen humor

Pero donde mejor se mide el buen humor de los hombres es ante el misterio de la muerte, y ahí la confiada y valiente fe de los santos es toda una demostración de dónde habita la única alegría que no conoce límite ni vencimiento. Santo Tomás Moro fue conducido al patíbulo por orden del rey, a quien su canciller no obedeció porque antes está la obediencia a Dios que a los hombres. Hacía bastante frío y, estando ya de camino, al candidato al martirio no se le ocurre otra cosa que pedir una bufanda:

—Está bien que muera, pero, ¿por qué tengo que pillarme un resfriado? Si vosotros me matáis es cosa vuestra, pero yo tengo que cuidar mi salud observando el quinto mandamiento.

A santo Tomás Moro precisamente se debe la más conocida oración por el humor:

—Señor, dame una buena digestión, y naturalmente, algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los lamentos, los suspiros, y haz que no me irrite con esa cosa tan molesta que es «mi yo». Concédeme el sentido del ridículo, y haz que entienda las bromas para que mi vida tenga un poco de alegría y así la pueda compartir con los demás. Amén.