15 de mayo: san Isidro Labrador, el pocero que fue santo junto a cuatro gigantes
El patrono de los agricultores fue un sencillo laico que vivió con normalidad su vida familiar y laboral. Antes de morir, los madrileños ya le tenían como un santo en vida
Algo debía de tener san Isidro para que mucho antes de su canonización las gentes de Madrid le tuviesen como santo de altar. «Ya en vida era considerado así y despertaba, igual que en nuestros días, la admiración del pueblo en general», afirma Luis Manuel Velasco, presidente de la Congregación de San Isidro de Madrid.
El santo patrono de la capital de España —y también de los agricultores de todo el mundo— nació en torno al 1082 en un momento de la historia en el que Madrid formaba parte de la taifa de Toledo, dentro del amplio territorio que los musulmanes denominaban Al-Ándalus. La Reconquista estaba avanzada y así, en 1085, aquella pequeña villa fue conquistada por las tropas de Alfonso VI, quien, además de descubrir de manera milagrosa la imagen de la Virgen de la Almudena, otorgó a estas tierras la estabilidad necesaria para que sus gentes pudieran vivir y trabajar en paz.
Eso fue precisamente —vivir y trabajar en paz— lo que básicamente hizo Isidro toda su vida. Durante años labró y cultivó los campos que le arrendaba Juan de Vargas, el señor que dominaba buena parte de lo que hoy conocemos como Madrid, pero en el año 1110 los árabes recuperaron parte de lo que perdieron años antes y los cristianos tuvieron que escapar más al norte para hallar refugio. Así, Isidro se marchó a Torrelaguna, al norte de la capital, donde conoció a una joven llamada María de la Cabeza, con la que se casó años más tarde y tuvo a su hijo Illán.
Pasado el peligro volvió a Madrid, y en lo que entonces era un villorrio destacó como zahorí al excavar algunos pozos de agua que salvaron las cosechas durante las sequías. En Madrid su vida discurría entre la iglesia de San Andrés y el campo, y sus coetáneos lo recordaron siempre anteponiendo la devoción a la obligación, aunque sin descuidar nunca esta. «Isidro se santificaba a través del trabajo», explica Luis Manuel Velasco. «Hacía bien lo que tenía que hacer en su día a día y se puede decir que su fe le daba una mayor productividad, porque la ayuda del Señor te ayuda a trabajar mejor».
Por ello, «no iba a trabajar sin haber orado antes», añade el presidente de la Congregación de San Isidro, quien subraya que los grandes pilares de su vida de fe fueron «el amor a la Virgen de la Almudena y a la Virgen de Atocha, y también a la Eucaristía, hasta el punto de que era cofrade de una hermandad que muy probablemente fue la del Santísimo Sacramento».
El primer testimonio escrito de la vida del santo es el llamado Códice de Juan diácono, un elenco de sus milagros recogido, apenas 90 años después de su muerte, por un clérigo llamado Juan Gil de Zamora. Este conoció de primera mano todo lo que se decía de él y lo dejó por escrito en un texto que sirvió para su canonización. En él, el autor relata la vida y milagros del patrono de Madrid y alude a su matrimonio con santa María de Cabeza diciendo que «formaban una familia cristiana de campesinos que amaban a Dios y a su prójimo, pues compartían sus bienes con los necesitados».
Pero lo que hace especial a este santo es que «era simplemente un laico: un agricultor y un pocero, alguien conocido por ser una persona extraordinariamente buena. La gente sabía de su generosidad, de su amor por la familia, de su dedicación al trabajo… y le admiraba, como nosotros podemos hacer hoy con san Juan Pablo II o a santa Teresa de Calcuta. Pero él no era un rey ni un Papa, ni tan siquiera un sacerdote, y eso fue una novedad impresionante en su tiempo», señala Velasco.
La vida en la casa de Isidro y María «debió de ser también muy normal. Como en todas las familias discutirían, pero la fe y el espíritu familiar harían que las cosas fueran adelante», cuenta. Junto a ello, en su casa nunca faltó la ayuda para cualquier necesitado y de ello da testimonio el famoso milagro de la olla, por el que un día en el que llamó un mendigo a su casa para pedir comida, María le dijo que no les quedaba nada. Sin embargo, Isidro terció diciendo que le diera lo que quedaba en la olla. Su mujer respondió diciendo de nuevo que no había sobrado nada, pero ante la insistencia de su marido la abrió y encontró un plato de comida donde antes no había. Milagros como este se propagaron incluso en vida del santo, como cuando Iván de Vargas vio a los bueyes arar solos el campo de Isidro un día en que él se retrasó para poder ir a Misa; o como cuando salvó con su oración la vida de su hijo Illán, que había caído a un pozo; o como cuando dio la mitad del grano que había recogido a una bandada de pájaros ateridos de frío y, cuando llegó al molino, se encontró el saco milagrosamente lleno de nuevo.
Este sencillo labrador murió el 30 de noviembre de 1172 —aunque otras fuentes mencionan como fecha más segura el año 1130— y fue enterrado en el cementerio de San Andrés, donde pocos años después fue encontrado incorrupto y así pervive hasta la fecha. En 1622 fue elevado a los altares en la misma ceremonia de canonización en que lo hicieron cuatro gigantes de la Iglesia: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe Neri.
«Lo original de san Isidro es que supone un modelo inigualable para la Iglesia de hoy, formada en su inmensa mayoría por fieles laicos», afirma Luis Manuel Velasco, para quien el santo supone «un espejo muy sencillo para los que queremos vivir la fe y llevarla con normalidad a nuestra vida personal, familiar y laboral», concluye.