15 de diciembre: san Úrbez, el pastor que fue enterrado con los cuerpos de dos santos
Defendió las reliquias de los niños mártires Justo y Pastor de los ultrajes de los musulmanes, pero eso no evitó que el cuerpo de san Úrbez fuera profanado siglos después por las milicias republicanas
Hay santos cuya biografía se hunde en la historia y en ocasiones puede parecer que los datos sobre su vida pertenecen más a la leyenda que a la realidad. En estos casos, un argumento a favor de su historicidad es una devoción arraigada entre los pueblos en los que vivió.
Esto es lo que sucede con san Úrbez, un ermitaño francés cuya huella todavía se puede percibir desde el Alto Pirineo hasta la ciudad de Huesca. «En la Edad Media su memoria era fiesta de guardar, con procesión y todo, y hasta hace un par de siglos se le tenía mucha devoción. Incluso todavía queda gente por ahí que lleva su nombre», afirma Óscar Ballarín, uno de los autores del libro A pies descalzos, que cuenta la historia de san Úrbez.
Entre los habitantes de la zona este santo ha sido siempre muy popular, y se acudía a él para pedir agua para los cultivos en los meses secos del verano. «Hasta hace pocas décadas, los romeros salían descalzos a pedir su intercesión —asegura Ballarín—. Y se colocaba bajo su protección a montañeros y montañeses».
Úrbez nació en el año 702 en Burdeos, y en su infancia fue testigo del avance musulmán procedente del sur de la península ibérica. Su padre se enroló en el ejército que pretendió hacer frente a los invasores, pero murió en combate dejando a Úrbez y a su madre solos y sin sustento. Cuando las tropas musulmanas invadieron la provincia, ambos fueron tomados como esclavos y trasladados a Galicia en lo que eran los primeros años de la era de Al-Ándalus.
Úrbez se encontró así en un país en cuyas raíces había por entonces una profunda devoción a los santos niños Justo y Pastor. Martirizados el 6 de agosto del año 304 en Alcalá de Henares, en la conocida como la gran persecución contra el cristianismo ordenada por el emperador Diocleciano, ambos hermanos habían sido llevados al martirio, con apenas 7 y 9 años, por negarse a abjurar de su fe. Su modelo de santidad había sido recuperado con ocasión de la invasión musulmana en toda la península, por lo que Úrbez decidió colocar bajo su intercesión la posibilidad de ser liberado algún día.
Una noche, estando en oración, sintió en su interior una voz que le decía: «Vete, mira que Dios ya te ha librado». A la mañana siguiente se atrevió a pedir a sus dueños la libertad para volver con su madre a Burdeos, lo que para su sorpresa obtuvo de inmediato. En agradecimiento, Úrbez decidió ir a Alcalá de Henares y visitar la tumba de los santos niños a los que atribuía su liberación.
Cuenta Francisco Villacampa en su Compendio de la vida y milagros de san Úrbez que, en aquellos años, «viendo los cristianos los desprecios y ultrajes con que los moros trataban las cosas sagradas, procuraban librar de sus perversas manos las imágenes, reliquias y cuerpos de los santos. Unos los llevaban consigo y otros los enterraban y ocultaban en lugares remotos».
Eso fue lo que debió de pensar el santo cuando llegó a Alcalá. Tras contactar con la comunidad local, resolvió llevarse consigo las reliquias de los santos niños para ponerlas a salvo. «No se sabe a ciencia cierta si se las llevó para que no fueran profanadas o si fueron los propios cristianos de la ciudad los que se las confiaron para evitar el peligro», explica Óscar Ballarín. En cualquier caso, caminando de noche y ocultándose durante el día, Úrbez logró subirse a un barco en el Cantábrico y llegar finalmente a Burdeos, su ciudad natal.
Un pastor como cualquier otro
Luego, a través de los Pirineos, entró de nuevo en España y se instaló como pastor en las montañas, siempre llevando un zurrón donde guardaba las reliquias de Justo y Pastor. En Huesca «comenzó a trabajar llevando los rebaños de la gente de la montaña pirenaica. Iba desde los altos puertos hasta el sur de la provincia, y poco a poco fue transformándose en un hombre de mucha fe, un anacoreta que simplemente tenía algo de ganado para subsistir, hasta que acabó siendo ordenado sacerdote en la ermita de San Martín de la Bal de Onsera».
En la zona levantó varias ermitas y los habitantes de valles y montañas cercanos acudían a Él para ver a aquel cuya fama de santidad se había extendido por toda la provincia. Gracias a su intercesión su produjeron incluso algunos milagros llamativos, y con esa aureola de cercanía a Dios murió a los 100 años de edad en la ermita dedicada a la Virgen que él mismo construyó en Nocito. Se hizo enterrar con las reliquias de los niños que había custodiado durante décadas, hasta que siglos más tarde fueron trasladadas parte a una iglesia de Huesca, y parte a Alcalá de Henares. El mismo Úrbez no tuvo tanta suerte: en 1936, durante la Guerra Civil, su cuerpo fue sacado de su tumba y prendido fuego por unos milicianos.
«A finales de la era visigoda, la presión musulmana había creado una sociedad en descomposición», señala Óscar Ballarín. «Eso llamó a muchos como Úrbez a buscar a Dios en el silencio, en el desierto, en la contemplación de la creación. En este sentido, san Úrbez fue un santo propio de una época marcada por un deseo de volver a los orígenes más puros del cristianismo».