No es una utopía vacua o engañosa - Alfa y Omega

No es una utopía vacua o engañosa

Resucitó de veras mi amor y mi esperanza. ¡Aleluya!: así titula nuestro cardenal arzobispo su Exhortación pastoral de Pascua, en la que dice:

Antonio María Rouco Varela
Aparición de Cristo a María Magdalena, de Alexander Ivanov (siglo XIX)

Sí, resucitó de veras quien es nuestro amor y nuestra esperanza: ¡Jesucristo, nuestro Señor! Resucitó de veras para no morir jamás. Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta. Así lo canta la Secuencia de la Misa Pascual.

El hecho de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos está amplia y maravillosamente narrado en los cuatro evangelios. Pablo lo testifica con una extraordinaria lucidez histórica y espiritual. El sepulcro en el que José de Arimatea había enterrado el cuerpo inerte del Maestro quedó vacío al tercer día después de haber muerto en la Cruz, de haber sido acogido en el regazo por su Madre Santísima y confiado por ella a ese amigo, «discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos», que se lo había solicitado a Pilatos para darle sepultura. Él, con Nicodemo y otros discípulos, lo habían vendado todo, con los aromas, según las costumbres judías y depositado con exquisita devoción en un sepulcro nuevo. ¡Aquel Cuerpo no conocerá la corrupción! «En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro». Se encontraron con unos centinelas temblando de miedo y con un Ángel del Señor que les dice: «Vosotras no temáis, ya que sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado como había dicho… y va por delante de vosotros a Galilea». A partir de ese momento, se sucederán ininterrumpidamente las apariciones a sus discípulos –a los testigos que Él había designado– durante los cuarenta días que precedieron a su despedida definitiva, en el día de su ascensión a los cielos.

¿Qué había ocurrido en aquel amanecer del primer día de una semana en la que la celebración de la Pascua judía en Jerusalén había estado dramáticamente marcada por la condena a muerte, la Pasión y la crucifixión del que todos reconocían como el gran y misterioso Profeta de Nazaret, Jesús, hijo de María y del carpintero José, admirado y seguido emocionadamente por el pueblo y que había pasado haciendo el bien? Lo ocurrido trascendía infinitamente el marco concreto de las circunstancias de tiempo, de lugar e, incluso, a los actores de lo que había acontecido. Trascendía la Historia misma. Dios había llevado a la culminación su obra salvadora con el hombre. Su Hijo, hecho carne para la vida del mundo, había triunfado sobre la muerte para que todos pudiéramos triunfar con Él. San Pablo expresará el significado de la resurrección de Jesús con un sentido de profunda proximidad en relación con nuestro propio destino: «Pues si hemos sido incorporados a Él con una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya». Es posible; ya no es ninguna utopía vacua o engañosa, sentir y vibrar con la esperanza de que nosotros podremos participar plenamente en la victoria de quien es la Vida: ¡Jesucristo resucitado! Máxime, si ya hemos sido incorporados de hecho a Él por el Bautismo.

Un resplandor más grande…

La experiencia de la muerte tiene en el hombre como un punto o momento primero y neurálgico de referencia: su muerte física. Explicar su porqué y para qué se revela como imposible, si la luz de la razón no se deja purificar y envolver por el resplandor de una luz más grande: por la luz de la fe. Más concretamente, si no se abre a la fe en Jesucristo resucitado. No hay otra alternativa al de nuestro entendimiento y de nuestro corazón a Jesucristo resucitado que, o bien la de la impotencia desesperada, o bien la de la frustración escéptica. Iluminados por la fe reconocemos, primero, que la sede fontal de la vida reside en nuestro interior: brota del fondo del alma. Nuestra vida es, ante todo, vida del espíritu que conforma y configura nuestra vida corporal confiriéndole personalidad visible; y, en segundo lugar, que en la resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios, hijo del hombre, la muerte del alma puede ser inmediatamente vencida por la victoria de su gracia, es decir, por la nueva Vida del Espíritu. En el Domingo de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, ha quedado abierto y expedito el camino de la santidad: la vía auténtica de la transformación de las personas y de la sociedad: la única segura. Los que la andan perseverante y fielmente son los verdaderos reformadores del hombre y de su historia: los que aman de verdad a sus hermanos, los más necesitados, y se empeñan decidida y generosamente en la edificación de la nueva civilización, que Pablo VI denominaba Civilización del amor. Son aquellos que, desde el interior de la Iglesia, la mueven e impulsan a ser consecuentemente misionera: portadora de la luz de la fe y de la esperanza en Jesucristo para la Humanidad siempre doliente de cada época de la Historia; también de la nuestra. Y, sobre todo, los que la invitan a mirarlo y a contemplarlo con la mirada de un corazón enamorado que le ama y que le quiere amar con todos y por todos los peregrinos del mundo en marcha hacia la eternidad gloriosa.

El próximo Domingo, nuestro Santo Padre Francisco canonizará en Roma a dos excepcionales santos de nuestro tiempo: a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, este último conocido personalmente por la inmensa mayoría de los que vivimos hoy y somos hijos de la Iglesia en España y en Madrid. La Virgen Santísima, la Madre del Señor resucitado, ella misma asunta al cielo en cuerpo y alma, Reina del cielo y de la tierra, les ha guiado y acompañado en el itinerario espiritual de sus almas con una entrañable ternura. Fueron todo de ella: ¡Totus tuus! Quiera María, la Madre de la gracia y del amor hermoso, la Reina de la Vida, Nuestra Señora de la Almudena, acompañarnos a nosotros con su amor maternal por las sendas difíciles de esta nuestra hora histórica. ¡Que sepamos ser, con el Aleluya de nuestras palabras y de nuestras vidas, los testigos y misioneros valientes y jubilosos de Jesucristo resucitado que nuestro tiempo tanto necesita. ¡Seamos sembradores de la alegría del Evangelio!

Con mi deseo de una gozosa celebración de la Pascua del Señor Resucitado y con mi bendición para todos los madrileños. ¡Aleluya!